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El mito de Al-Andalus. ¿Eran españoles los moriscos?

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La imagen edulcorada de un al-Andalus idílico se suele apostillar por la extrema izquierda con la palabra paraíso; y en árabe, al-firdaws al mafqud, el paraíso perdido, donde convivían en estado de gracia perenne los fieles de las tres culturas y las tres religiones, es insostenible e inencontrable, apenas comenzamos a leer los textos originales escritos por los protagonistas en esos siglos. No fue peor ni mejor que el resto del mundo musulmán coetáneo o que la Europa de entonces. Disfrutó de etapas brillantes en algunas artes, en arquitectura o en asimilación de ciertas técnicas y supo transmitir, y no es poco, el legado helenístico recibido de los grandes centros culturales de Oriente, Nisapur, Bagdad, El Cairo, Ravy, etc. Y fue, antes que nada, un país islámico, con todas las consecuencias que en la época esto significaba.

Una lucha de supervivencia por parte de los Reinos cristianos y los califatos, con dos familias antagónicas y mutuamente excluyentes, en oposición radical y antagónica y animadas las dos por sendas religiones universales cuyo designio era abarcar toda la humanidad por entero. Es preciso decirlo con crudeza: si había al-Andalus, no habría España; y viceversa, como sucedió al imponerse la sociedad cristiana y la cultura neolatina. Cuestión que se está reviviendo y resucitando ahora por la izquierda y los progresistas para destruir España. Pero si decidimos retomar la lira y reiniciar los cantos a la tolerancia, a la exquisita sensualidad de los surtidores del Generalife , y a la gran libertad que disfrutaban las mujeres cordobesas en el siglo XI, fuerza será que acudamos también a los hechos históricos conocidos que, por lo general, no son los que nos pintan esta caterva de progres antiespañoles: aplastamiento social y persecuciones intermitentes de cristianos, fugas masivas de éstos hacia el norte, hasta el siglo XII, conversiones colectivas forzadas, deportaciones en masa a Marruecos, ya en tiempos almohades, pogromos antijudíos, martirios continuados de misioneros cristianos mientras se construían las bellísimas salas de la Alhambra…Porque la historia es toda, no como la de la Ley de la Memoria Histórica en la actualidad, y del balance general de aquellos sucesos brutales, de su totalidad, ayer y ahora, debemos extraer las conclusiones oportunas.

Pero el éxito de alandalous en escritores e historiadores franceses, nuestro puente hacía la Europa del siglo XIX, ha contribuido en gran medida a difundir un concepto sumamente erróneo: la existencia de una unidad racial, social, cultural y anímica entre los andalusíes y los andaluces. De ahí ha derivado la confusión entre Andalucía y al-Andalus, que incluso los políticos de la izquierda radical manejan en la actualidad como si respondiera a una realidad tangible. Pero las objeciones a tal pretensión son dos y decisivas. La primera es que, en árabe, al-Andalus no significa Andalucía, sino la España islámica, fuera cual fuera su extensión. La segunda consiste en que la noción de Andalucía surge con la conquista cristiana del valle del Guadalquivir en el siglo XIII y no aparece en los términos territoriales con que la conocemos hasta 1833 cuando la división regional y provincial de Javier de Burgos, todavía vigente, incorpora un territorio netamente diferenciado hasta entonces, el reino de Granada (Málaga, Almería, Granada y parte de Jaén) a Andalucía para formar una unidad administrativa mayor. De ahí el absurdo de imaginar una patria andaluza cuya identidad se pierde en la noche de los tiempos, con Argantonio bailando flamenco y Abderrahman deleitándose con el espíritu de los futuros versos de García Lorca. Una mera medida administrativa ha generado un concepto identitario. Pero Andalucía era una cosa y el reino de Granada, otra, como lo prueba, hasta la saciedad y el aburrimiento, toda la documentación existente.

Expresiones como “los moros españoles”, “los árabes españoles” o, simplemente, “los españoles”, sin adjetivar y referido a musulmanes de al-Andalus, menudean en textos de historiadores incluso recientes. No se trata de negar la condición de españoles a los andalusíes, es que, y esto es lo principal, ellos no se consideraban tal cosa, a la que detestaban como lo detesta parte de la población catalana y vasca que se intenta islamizar, casualmente.

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Unir a todo lo antiespañol es la misión de la izquierda más retrograda, alimentado en falsas visiones de la Historia y queriendo rememorar lo indecible en el espacio y en el tiempo para destruir la Nación española aunque sea islamizándola rememorando aquellos momentos históricos que quieren revivir.

Las famosas y muy jaleadas tres culturas de hecho vivían en un régimen de apartheid real en que las comunidades, yuxtapuestas pero no mezcladas, coexistían en regímenes jurídicos, económicos y de rango social perfectamente distintos, dando lugar a persecuciones muy cruentas, como la acontecida a mediados del siglo IX contra los cristianos, en tiempos de Abderrahman II, o contra los judíos en el siglo XII, hasta el extremo que cuando llega la Reconquista en el XIII en Andalucía, la región estaba limpia de ellos, deportados unos a Marruecos y fugados los otros a los reinos cristianos del norte.

Un último aspecto, decisivo para la pervivencia, o no, del mito de al-Andalus, es el de la población. A grandes rasgos y con muy fundamentados estudios poblacionales de Ladero Quesada y Gonzáles Jiménez, se puede afirmar que los actuales habitantes de Andalucía y de España en general no descienden de los musulmanes de al-Andalus sino de los repobladores norteños y francos que los sustituyeron. Por consiguiente, no hay continuidad étnica, cultural ni social, ni supervivencia de rasgos básicos de la Hispania islámica, por más que viajeros foráneos y españoles a la caza de pedigrees exóticos se hayan empeñado en hallarlos.

Por último, y para acabar de delinear el panorama, debemos recordar algo que con mucha frecuencia se pasa por alto: los movimientos de población, en todos los sentidos de la Rosa de los Vientos, dentro de España a lo largo de los siglos XVIII y XIX fueron constantes, por trashumancia, minería, trabajo agrícola estacional y, finalmente por la industrialización del XX. De ahí que la cohesión étnica y cultural de España sea un hecho irrebatible, por más que mitos de una u otra procedencia traten de crear impresiones más próximas a la fantasía que a cuanto podemos estudiar y observar.

*Teniente coronel de Infantería y doctor por la Universidad de Salamanca

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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