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El Partido Popular, o la insoportable cobardía de los necios

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A pocas fechas de cumplirse el día designado para desgranarse la tragedia, observamos desde nuestra trinchera varias cosas. La primera y más dolorosa, es la sempiterna actitud de la derecha. Esa derechita rancia, cobarde, apocada: esa derecha que nunca abandonó la pubescencia por una orquitis galopante condenada a sufrir por toda la eternidad una perenne falta de testosterona. Esa derecha, en fin, que se repite ad nauseam a lo largo de nuestra historia. La cobardía de la CEDA es la cobardía del PP. La chulería cobarde del señorito andalú de derechas es la misma cobardía miserable del Barón Gallego. Nada cambia. Nada cambia en la derecha.

Además, la derecha se niega a cambiar incluso cuando puede. ¿Recuerdan al atrevido y respondón Pablo Casado, replicando con recias y castellanas frases a la canalla roja en el Congreso? Recen por él. Murió de empacho buenista hace meses. Descanse en paz. Pero no demasiada.

¿Recuerdan la ilusión de algunos cuando Cayetana Álvarez de Toledo se situó a la cabeza de la portavocía en el Congreso? ¿Calzando hos… como panes a un gobierno ensoberbecido pero cateto y gañán como solo puede serlo la izquierda? Soltada como lastre para subir a las alturas y averiguar a qué huelen las nubes.

Señoras y señores: la historia de la derecha es una historia de asco extremo, traición, cobardía a extremos monumentales y apocamiento de eunuco emasculado.

Y la culpa es por supuesto nuestra. Vimos llegar a esta derecha durante los últimos años del Caudillo. La vimos trepar a los puestos clave del poder. Y vimos como poco a poco, en una labor de zapa y mina tan lenta como cobarde, fue destrozando y esterilizando cualquier posibilidad de que los principios históricos del Movimiento -y la Revolución aún pendiente- tuvieran su nicho político en un país que los necesitaba desesperadamente. Fue tan perfecta la labor de Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo (Los periodistas de la época, me consta, lo llamaban Ministerio de “Deformación y Terrorismo”) que después de acabar con el idealista, gran político y pluscuamperfecto orador Blas Piñar, reventando desde dentro Fuerza Nueva, los efectos de aquel plan suyo tan perfecto, para definir que solo EL sería la Patria.

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Pero volvamos a la tragedia. Calificada de este modo en su vertiente más teatral: una representación en la que todos los actores se saben su papel y todos acabarán muditos. Ya lo verán. O lo que es lo mismo: todo el elenco declarará al día siguiente que ha ganado la Moción, pese a que ni es censura ni está hecha para ser ganada.

Y eso, parece ser, es de lo que el digno estulto de Pablo -pablito, hijo, atiende- Casado no termina de entender: que hay cosas en la vida que uno hace porque debe hacerlas. Porque se lo piden las tripas. El honor, el deber, el orgullo o la vergüenza.

Honor. Deber. Orgullo. Vergüenza. Los 4 elementos de los que todo político carece por sistema. Por sistema democrático, evidentemente.

Bien; pues resulta que llega un político, o un grupo de ellos, que en un sistema político mentiroso, falso, ruin, obsceno y tramposo sacan alguno de esos elementos mágicos y se dicen -A la mierda. Hagámoslo-

Y hete aquí que ese partido de color verde cursi, con nombre inefable, de tres letras y voz latina, tira de alguna de esas viejas, rancias virtudes españolas y presenta batalla al monstruo de la Hidra Roja aún sabiendo que no ganará. Que no puede ganar. Sí señor. ¿Hay algo más español, más íntegramente patriótico que el Gran Don Quijote sabiendo sin saber que se lanza de cabeza contra un molino imbatible?

Ese desprecio por el resultado; esa magnífica soberbia del que se sabe en posesión de la justicia, de la verdad, del honor, del deber, del orgullo y de la vergüenza es algo maravilloso, emocionante y sublime: es la suprema victoria insuperable por cuanto es una derrota al estilo español: al estilo de Rocroi; al estilo de ese Tercio que no se rinde sabiendo perdida la batalla porque aún no le han matado a los suficientes.

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Y en una épica de nivel histórico, aparecen los pajarracos azules – ¡azules! – del Partido Popular, con una manita cuyos nudillos golpean nerviosamente su hombro, y la otra sujetándose la diminuta minga envuelta en un papel de fumar, emitiendo grititos histéricos: “¡No nos importa la moción de vox!” “¡No nos importa” sin la valentía suficiente para reconocer su propia cobardía – ¿Puede haber peor cobardía que la que aparece incluso para reconocer un acto cobarde? –

ESO, señoras y señores, es el Partido Popular. La derecha. El centro reformista. Los liberales… llámenlo como ustedes quieran. Me limitaré a llamarles los cobardes. Así, con su permiso, me aseguro de no equivocarme.

Pero claro; las cobardías, en un mundo perfecto, se pagan. Y en los libros, y en las historias.

En la vida real normalmente no. Que va. Seguramente el PP votará NO a la moción, demostrando lo que muchos decimos: que obedecen al mismo Amo que el PSOE. ¿Qué podría hacerlo más claro?

Pero que calcule Pedro Casado los miles o decenas de miles de votos que le va a costar esta cobardía. Que los calcule. Porque, afortunadamente, la gente, a pesar de la epidemia de idiocia que nos invade -la del COVID es de coña en comparación- no va a tolerar que el Partido Popular defienda al PSOE. Y es que, señores políticos, reducir la cultura popular al fútbol es lo que tiene: que la gente entiende poco… pero saben perfectamente lo que es pactar con el enemigo y dejarse ganar en propio campo.

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¿Quo Vadis, Pablito, hijo?

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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