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Pablo Casado: Retrato de un miserable

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Por Rafael García Alonso.

Tras la intervención de Pablo Casado en la moción de censura presentada por Vox contra el gobierno socialcomunista debo reconocer que inicialmente sentí perplejidad, acto seguido decepción y finalmente indignación. Ante tal carrusel de emociones, tomé la decisión de no dejarme llevar por la excitación de la inmediatez y esperar para expresar mi opinión con el sosiego y la perspectiva que el paso del tiempo proporciona. Así, después de unos días de voluntario retiro, y ya con la mente clara y el corazón limpio, creo llegado el momento de poner negro sobre blanco el fruto de mis reflexiones.

La primera cuestión que creo necesario dilucidar es determinar si había o no motivos fundados para censurar la acción del gobierno. En mi opinión la respuesta es que la moción no solo era plausible, sino que resultaba absolutamente necesaria, y ello por tres razones fundamentales.

La primera de las razones es que los españoles nos encontramos en manos de una “coalición de gobierno legal pero ilegítima”. Así,  Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, incumpliendo todas y cada una de sus promesas electorales, llegaron a un acuerdo de coalición para la formación de un gobierno socialcomunista, respaldado, por activa o por pasiva, por partidos independentistas y filoterroristas. De esta guisa se conformó un nuevo Frente Popular, nunca anunciado en campaña, cuya cohesión quedó patente con la firma de un manifiesto contra Vox firmado por PSOE, Podemos, Más País, PNV, Eusko Alkartasuna, Bildu, JxCat, ERC y BNG el mismo día de la moción de censura. Es decir lo más florido de la escoria política de este país, todavía llamado España, todos juntos en comandita.

A su vez, la segunda razón es la “deriva totalitaria del gobierno socialcomunista”, ciertamente esperada dado el carácter de la coalición, pero a la vez sorprendente dada la celeridad con la que se está desarrollando. Así, desde el 8 de enero de 2020, día en que se consumó el fraude electoral, estamos asistiendo a un espectáculo dantesco, caracterizado por la demolición del Estado de Derecho, como lo demuestra de manera fehaciente el ataque permanente a la Corona y al Poder Judicial, así como el indisimulado intento de control de la Guardia Civil, el CNI, el CIS y los medios de comunicación públicos. Y, por si fuera poco, todo ello agravado por el sometimiento de la infausta coalición de gobierno a las continuas y perniciosas demandas de aquellos partidos, que por su carácter antiespañol, tienen como único objetivo la destrucción de la nación española.

Finalmente, la tercera razón es la “marcada incompetencia” mostrada por este gobierno, tanto en la gestión sanitaria como en la gestión económica. Así, en lo que a la gestión sanitaria se refiere baste decir que según un informe de la prestigiosa Universidad de Cambridge España ocupaba el último lugar de todos los países de la OCDE en lo que a la gestión de la pandemia se refiere, durante el periodo en el que el gobierno ostentaba el mando único centralizado de la misma. Por lo que respecta a la gestión económica el FMI afirma que España sufrirá la peor recesión de los países avanzados y que no será capaz de disminuir el paro hasta 2022. En este sentido señala que la contracción del PIB será en España de un 12,8% frente al 8,3% de la eurozona, todo ello como consecuencia del retraso en la toma de medidas para frenar la pandemia, seguido del prolongado y estricto confinamiento que sufrió la población española de marzo a junio, para, a continuación entrar, en una rápida y descontrolada desescalada, que ha hecho que los rebrotes se hayan disparado, impidiendo la recuperación de una economía ya profundamente golpeada. Esta opinión es compartida por prestigiosos analistas de la agencia Bloomberg Economics y de medios de comunicación como The Wall Street Journal o The Financial Times, por citar dos de los más relevantes diarios económicos.

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Ante este desolador panorama era razonable pensar que Pablo Casado solo tenía dos opciones válidas: o votar “Sí” o abstenerse, sobre todo teniendo en cuenta que gracias al apoyo, sin contraprestaciones, de Vox, el PP gobierna en las Comunidades de Madrid, Andalucía y Murcia. Es decir, que a la nefasta acción de gobierno de coalición socialcomunista y a la distancia ideológica que separa al PP de socialistas, comunistas e independentistas, se debe añadir el apoyo explícito de Vox al PP para que éste pueda tener una cuota de poder en esta España de las autonomías, siendo todas ellas razones suficientes para descartar un “No” por respuesta a la moción de censura.

Se puede entender que P. Casado pudiera optar por la abstención, en un intento de marcar distancias con Vox y establecer así su propia línea política, consiguiendo, a la vez, no avalar las funestas políticas llevadas a cabo por el gobierno socialcomunista. También se puede comprender el votar “Sí”, ya que ello hubiera supuesto un espaldarazo, quizás definitivo, para la reconstrucción de un gran espacio de centro-derecha, en el que confluyeran diferentes formaciones políticas capaces de aunar fuerzas y enfrentarse con posibilidades de éxito al Frente Popular que nos gobierna.

Sin embargo, P. Casado optó por la peor de las opciones, tanto para su partido como para España, que fue la de votar “No”. Pero es que no solo se equivocó en el fondo de la cuestión, sino que también se equivocó en la forma de manifestar su desacuerdo. Así, dedicó gran parte de su disertación, por un lado a estigmatizar a Vox y, por otro, a agredir a Santiago Abascal –con el cual, no lo olvidemos, mantenía lazos de amistad- mediante descalificaciones ad hominem a todas luces injustificables por indecentes. De hecho, el cinismo que conlleva la utilización de las víctimas de ETA para atacar a S. Abascal es de las escenas más repugnantes por falsaria que yo haya contemplado jamás. Con todo ello, P. Casado dinamitó el centro-derecha español, al romper puentes con el único partido con el que podía construir una alternativa real de poder, defraudando así las esperanzas de millones de españoles hastiados de este gobierno liberticida, incompetente y frentista, que amenaza con llevarnos al caos.

Después de todo lo expuesto la pregunta que cabe hacerse es ¿Qué llevó a P. Casado a una conducta tan deshonesta e indigna? La respuesta no está, en este caso, en el viento, sino en la personalidad de este demediado personaje. Acostumbrado a llevar el maletín de su jefe de turno, este muchacho, por esos incomprensibles caprichos del destino y por la pugna dentro del PP entre Soraya Sáenz de Santamaría y Mª Dolores de Cospedal, llegó de rebote a la dirección del PP, pero en realidad nunca se creyó del todo su preeminente posición. Así, su necesidad de liderazgo le llevó, inicialmente, a dejarse la barba en un intento de ocultar su falta de testosterona. Después, en cuanto vio el inmenso poderío de Cayetana Álvarez de Toledo, temeroso de que ensombreciera su figura y, por supuesto, contando con el apoyo interesado de la mediocre corte política que le rodea, la traicionó de forma inmisericorde, relegando así a esta extraordinaria mujer a una posición de absoluta irrelevancia, cuando es posiblemente el mayor activo político de este país. Pero, tras la felonía, algo le seguía faltando para reforzar su posición y por fin supo que era cuando S. Abascal presentó su moción de censura. Necesitaba el elogio, no ya de sus compañeros de partido, casi siempre sumisos y adocenados, sino sobre todo de esos adversarios que le llamaban fascista, pero que no solo gobernaban, sino que también controlaban el clima social y determinaban lo que era políticamente correcto. Necesitaba sentirse parte de la “secta progre”, porque así ya no tendrá que enfrentarse a ella con la fortaleza de espíritu que su cobardía impide. Necesitaba que le absolvieran de sus pecados, para así, libre de cargas, comenzar su viaje al centro de la nada. Y así, con la vergonzante fe del renegado, traicionó esta vez a S. Abascal, hasta ese momento su compañero de fatigas, para entregarse, lleno de gozo y sin un átomo de remordimiento, al fastuoso y deseado aplauso de socialistas, comunistas e independentistas, sin caer en la cuenta de que, como le ocurre a todo advenedizo, pronto vendrán a cobrarle y no tendrá más remedio que pagar por ello.

Decía Shakespeare que no se debía temer a la grandeza, pero Pablo no debes preocuparte pensando en ello, no tienes la talla moral ni la capacidad intelectual para alcanzarla, porque solo eres un miserable.

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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