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La enorme trascendencia de los difuntos

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Dejadle reposar. Ya encontró a su Juez. Yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos (El emperador Carlos I a los que le instaban a profanar la tumba de Lutero en Wittemberg en 1547).

Es clamoroso que estamos sufriendo una decadencia cultural escalofriante. No sabemos cómo nació en la humanidad la cultura funeraria; no lo sabemos, sólo trabajamos con hipótesis. Pero lo que no es una hipótesis es que ésta irrumpe en la historia con fuerza arrolladora, como construida ya de antemano. Los partidarios de las intervenciones extraterrestres, nos dirán que nos vino de fuera; porque desde que surge en la historia, está tan bien construida, tan perfilada, y es tan universal, que no hay manera de tejer la historia de su implantación.

Entre las muchas hipótesis, la que ofrece un aspecto más verosímil, es la que apunta a que los enterramientos (generalizados) pusieron fin a la barbarie (generalizada) de la antropofagia, especialmente la de rebaño; y que al hacerse ésta ya totalmente insostenible, los enterramientos fueron saludados con un entusiasmo desbordado, como un renacimiento de la humanidad. No hay más que ver lo que ha dado de sí la cultura funeraria: la más espectacular, la del Egipto de los faraones, con réplicas impresionantes en la lejanísima Centroamérica aún no descubierta por el Viejo Mundo y por tanto sin posibilidad alguna de explicar esa difusión tan extensa de una misma cultura.

Y no olvidemos que en la Iglesia católica el ritual manda que el sacrificio de la Misa se celebre sobre el sepulcro de un mártir (su reducción más minimalista es la pequeña losa con las reliquias, que se coloca en el centro del altar. Y en plan grandioso tenemos infinidad de ejemplos. Los de san Pedro en el Vaticano y Santiago en Compostela son dos buenas muestras.

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En esta misma línea, el Valle de los Caídos de la última guerra civil española (tumba colectiva de miles y miles de “mártires” de ambos bandos) quiso seguir la senda de los grandes monumentos funerarios. Y obviamente es preocupante que una poderosa (pero no unitaria) corriente política se haya propuesto cuestionar la sacralidad de los difuntos. Que por ahí andan los ideólogos inspiradores revisionistas: su gran desiderátum es volar el Valle de los Caídos, ese cementerio colectivo; pero empezando por la voladura más urgente, la de la cruz. De hecho, la causante de que esté también enterrado ahí el que resistió los embates de los enemigos de la Cruz e hizo que ésta triunfara, convirtiendo el monumento funerario no en un mausoleo de unos y otros muertos, sino en el monumento a la Cruz más grandioso del mundo. No nos engañemos, que no es Franco quien sobra ahí, sino la Cruz. Porque fue el despiadado ataque a la cruz y a miles de sus seguidores que fueron torturados y asesinados en plena “normalidad” democrática republicana, lo que provocó la guerra civil. Fue la Cruz. En fin, que los diseñadores y promotores de ese plan, lo confiesan abiertamente.

El hecho cierto es que el fenómeno de la veneración de los difuntos ahí está desde que la humanidad entra en el camino de lo que llamamos civilización. Y ciertísimo también que jamás se ha roto esa continuidad hasta el día de hoy, salvo episodios muy puntuales de salvajismo, que la historia ha condenado sin ambages.

Por eso a los que apreciamos el valor de vivir civilizadamente, nos estremece constatar la ligereza con que se están mercadeando ventajas políticas (o lo que es peor, ajustes de cuentas) a costa de algo tan sagrado como los difuntos.

Cementerio es el lugar de reposo de los que murieron, a la espera de la resurrección a la que nos consideramos acreedores los que seguimos a Cristo con la fidelidad de que somos capaces. Perturbar el descanso de los muertos es un acto de extrema impiedad. El que tal hace, demuestra que para él no hay nada sagrado e inviolable. Cuestión menor, obviamente, para los que consideran “normal” matar al niño en el santuario del seno materno, y al enfermo grave o al anciano que se ha refugiado en el hospital huyendo de la muerte. Y que legislan en favor de esas barbaridades.

Y hay una cuestión más, totalmente atada a la historia, y es el deber sagrado que tienen los hijos de enterrar a sus padres y garantizarles el reposo de la tumba. De los romanos nos viene esa vinculación de los hijos a sus padres difuntos, que se concretaba en el rito debido a los lares, es decir a los antepasados de la familia, a los que se les reconocía una vida en el más allá, por la que habían de mirar los familiares. Y esta responsabilidad se concretaba sobre todo en las honras fúnebres iniciales y en su continuidad anual. Y eso sólo tenía sentido en la medida en que se preservase el cadáver del difunto, asegurando su reposo y por supuesto su culto. Por eso la profanación de tumbas se consideraba uno de los peores ultrajes que se le podía infligir a una familia o a todo un pueblo. Ni en las guerras más encarnizadas se aceptaba la profanación de las tumbas.

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Sobre esa cultura edificó la Iglesia su culto a los difuntos: un culto orientado sobre todo al sufragio por el alma del difunto y a la preservación de su cuerpo (aunque al fin de él no quedasen más que los huesos) en espera de la resurrección. Y es en el entorno de ese culto donde la Iglesia juega un papel decisivo en la custodia de los difuntos: tanto, que la fundación de cualquier población se iniciaba con el cementerio como cimiento de la iglesia y de la ciudad que se iba a construir. De hecho, los difuntos traídos con gran veneración de los lugares de origen (el paradigma es Eneas acarreando los huesos de sus antepasados para fundar Roma), eran los primeros pobladores del nuevo asentamiento. Por eso hay infinidad de iglesias edificadas sobre cementerios, y muchísimas también que tienen adosado el cementerio al lado. En efecto, camposanto se le llamaba y como lugar sagrado era considerado. Y confiado por tanto a la custodia de la Iglesia.

No hemos de extrañarnos por tanto, de que ante cualquier incidente en que cualquiera se empeñe en actuar en lugar sagrado para mover a un muerto de su sitio sin ser él mismo legítimo responsable de la custodia del difunto (llamémoslo propietario del difunto, si así nos entendemos mejor), la Iglesia tome parte en favor de los que ostentan ese deber para con el difunto. Porque en cualquier caso se trata de un derecho-deber universal, que no se administra en razón de etnias, de apellidos o de otras consideraciones. Es un deber y un derecho que por su naturaleza no decae. Porque el derecho y el deber de los hijos no depende ni puede depender de la conducta que haya tenido el difunto, que ya no es sujeto de derechos ni de deberes. Es un derecho de los hijos, que no puede ser vulnerado por nadie bajo ningún concepto ni pretexto. Y es un derecho que no nos han concedido los parlamentos ni la ONU, sino que es mucho más antiguo: se estableció al instaurarse la cultura de los enterramientos.

Por eso la Iglesia que tiene bajo su responsabilidad esos lugares sagrados (más sagrados aún desde el momento en que hay en él enterrados difuntos), tiene la obligación de velar por el cumplimiento riguroso del respeto de los derechos de la familia del difunto. No se trata de derechos del difunto, que no es ya sujeto de derechos, sino de los derechos de la familia; derechos en los que todos los ciudadanos son iguales, sin que se pueda alegar en absoluto la condición de esos difuntos para recortar esos derechos, que han de ser los mismos para todos. Con el especial agravante de que para la Iglesia no se trata sólo de un derecho civil (que en cualquier caso ha de ser la base de su acción civil), sino de un derecho sagrado. Y ahí sí que, amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado. Justo con la Iglesia.

Y no importa que sea un solo eclesiástico con responsabilidad sobre ese lugar sagrado el que se levante en defensa de ese derecho. Si tal derecho existe, va a ser muy difícil saltárselo. Saltarse el derecho, digo. Asaltar la tumba, claro que podrán hacerlo si son más fuertes que el eclesiástico en cuestión. Y podrán darle al asalto de una tumba, todos los barnices de legalidad que se les ocurra; pero el eclesiástico responsable, de ningún modo se puede hacer cómplice de los asaltantes de la tumba. Puede doblegarse ante la fuerza, pero no puede doblegar el derecho y el deber de la Iglesia, que tendrá que seguir defendiéndolo después de que los asaltantes le hayan robado el cadáver manu militari.

Y aquí, nada tiene que ver la historia. Nadie va a desenterrar a los narcotraficantes o a los violadores porque a los deudos de algunos difuntos no les guste que su muerto esté tan cerca del traficante o del violador. A los muertos se les deja en paz, hayan hecho lo que hayan hecho; y también a sus hijos, que nada tienen que ver con la responsabilidad penal de sus padres. Si no fuese así, acabaríamos siendo una sociedad de asaltantes de tumbas, que vengaría en los cadáveres lo que no supo o no pudo resolver en vida.

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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