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Nuestro prójimo lejano y reciente

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Es que somos así: el vecino no nos vale como prójimo. Tiene una serie de características que lo hacen descartable como prójimo. Es demasiado cercano a nosotros, demasiado “próximo”: lo tenemos demasiado encima, y eso asfixia. La prueba está en que esos que se llenan la boca defendiendo la inmigración y a los inmigrantes, nunca se les ocurre llevárselos a casa.

El otro defecto que tiene nuestro vecino, es la antigüedad, una prerrogativa cargada de privilegios. Y como ocurre en las empresas, la antigüedad implica derechos: tanto más onerosos, cuanto mayor es la antigüedad. Es que nos gusta cambiar de prójimo a menudo: como de camisa. Y cuanto más exótico, mejor. ¿Por qué será que acaba sentándonos fatal que nuestro prójimo sea o acabe siendo igual que nosotros?

Ya suele pasar: ¡hay que ver lo amables que son con la gente de fuera los que tratan a los de casa a dentelladas! ¡Hay que ver cómo engañan! Viéndolos cómo se comportan con la gente de la calle, uno da por totalmente supuesto que su trato con los de casa ha de ser una auténtica delicia.

Es que, seamos como seamos, a todos nos gusta ser vistos como gente de buen corazón, gente de alma exquisita. Y ahí tenemos a los inmigrantes para exhibir con ellos nuestra inmensa bondad para con el prójimo, aunque venga de muy lejos, aunque haya que ir a buscarlo a las costas de África para rescatarlo de la patera en que lo han embarcado los traficantes de personas.

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Y resulta, ¡vaya por Dios!, que los mayores alardes vienen de aquellos que están a tortazo limpio con sus compatriotas, con los que tienen en casa: es decir con sus prójimos más próximos. Aquí en Cataluña por ejemplo, y en el País Vasco, regiones donde las élites que monopolizan el poder, aspiran a ser ellos solos; y que a fuerza de acosar a los que no son de los suyos han conseguido hacer limpieza étnica expulsándolos. La fórmula típica es incordiarlos e incluso aterrorizarlos hasta que tomen por sí mismos la decisión de exiliarse todos esos prójimos indeseables: bien amarga es nuestra experiencia al respecto. Bien reciente tenemos la experiencia de Alsasua. Tienen ardientes deseos de cambiar de prójimos. ¡Ah!, y para solemnizarlo al máximo, echando las campanas al vuelo.

Para esos tales, el acogimiento de los inmigrantes es todo un alarde de solidaridad y un derroche de amor, para compensar obviamente el que les han quitado a los que se han tenido que exiliar. No se trata de un espejismo, ¡qué va! Son esos mismos que han expulsado y siguen expulsando a sus auténticos prójimos a base de violencia (a veces tan explícita que llega a cruenta), justo esos son los que compiten entre sí por ver quién se muestra más generoso con los prójimos de repuesto, que se traen tan solidariamente de lejanas tierras.

No es que toda atención a los inmigrantes esté movida por la hipocresía o por los complejos; por supuesto que no. Se trata de que ese alarde de buenas obras tan espectaculares y tan fotogénicas, se presta mucho a la hipocresía.

Todos recordamos el Aquarius (600 inmigrantes en un mar de miles de inmigrantes en patera al mes). A cuenta de este barco rescatador, hubo codazos entre los políticos para hacerse la foto con el barco y con sus felices pasajeros. Y a la semana siguiente, centenares de inmigrantes de a pie, devueltos en caliente, es decir condenados a la esclavitud o a la muerte. Tremendamente edificante. Es que si se trata de sacar rendimiento político de la buena obra de acoger inmigrantes, hay que empezar por distinguir entre inmigrantes e inmigrantes. ¡Por supuesto! Todos igual de prójimos lejanos, pero unos más prójimos que otros. Es decir que si se hace el bien, hay que anunciarlo a bombo y platillo para sacarle buenos réditos; de lo contrario no sirve para nada. Al contrario que en el Evangelio (cf. Mateo 6,3).

¿Por qué extraña enfermedad del alma, la gente prefiere ayudar al prójimo lejano que al que tiene al lado? Aparte de la ayuda al correligionario, ya lo vemos en lo más “progresista” de nuestros lares: como ellos son la élite, una ínfima minoría, al resto de la población no los ven como prójimos, porque los perciben ideológicamente lejanos. Y como su corazón es tan generoso, se van cada vez más lejos a buscarse algún prójimo en el que volcar su bondad. Y en cuanto tocan poder, se complacen en pasar de largo de su prójimo geográfico, de su prójimo de patria, para ir a buscar a otras latitudes y a otras patrias, gentes en las que volcarse.

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Necesitan sobreactuar dentro de los parámetros básicos de la “bondad” de izquierdas. Y ahí tienen en el inmigrante el frente en que más inequívocamente pueden presumir de buena gente. Se les puede discutir si la promoción de la homosexualidad, del aborto o de la eutanasia es un bien tanto para la persona afectada como para la sociedad.

Pero en la ayuda al inmigrante, tan bien organizada y tan espectacular, los únicos que protestan son una minoría de gente de derechas, reclamando que la inmigración a España sea tan ordenada como fue en su día la emigración de españoles a Europa.

Y cuando se trata de propagar el Evangelio, de llevar la fe a quien no la tiene, ¿de dónde nos viene esa obsesión por ir a buscar lo más lejos posible los infieles a los que predicar el Evangelio? ¿Acaso no tienen por lo menos el mismo derecho a salvarse los prójimos más próximos a nosotros? Siendo como somos tierra de misión, nos largamos a tierras lejanas en busca de infieles a los que transmitirles nuestra fe. Bien está, pero ¿hemos abandonado el anuncio de la fe y de la doctrina y moral católicas en nuestros lares? ¿O no es eso?

“Era foraster i em vau acollir”, vemos colgado en las fachadas de algunas iglesias, haciendo alarde de la disposición (cierta) de la Iglesia a acoger a los forasteros. Pero con un pequeño defecto solemnemente proclamado en Cataluña, porque de paso, despreciando su lengua, tantas veces hemos hecho forasteros a los que están con nosotros.

En fin, que tenemos pendientes unas cuantas reflexiones para enderezar el rumbo hacia nuestros prójimos. Para ser capaces de comunicarnos en las distancias cortas. No vaya a sucedernos lo que les ocurre a tantos y tantos, que alardean de estar comunicados con todo el mundo. Y lo que les ocurre en realidad es que esa supuesta comunicación con el mundo mundial, lo único que consigue es aislarlos de los que tienen al lado, como en la Teoría sueca del amor.

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Y ahí están, todos juntos, pero cada uno aislado en su móvil. Pensando que son libres cuando el poder los ha atomizado y fragmentado. Huérfanos de padres y maestros, niños sacudidos por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina, por la astucia de los hombres y por las artimañas engañosas del error (Efesios 4, 14).

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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