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“¿Cuándo se jodió Podemos?”

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Antonio Martín Beaumont (Reproducido LR)..- Me dice un ex dirigente morado cercano a Íñigo Errejón, tirando de sarcasmo: «Andan estos días muchos de mis antiguos compañeros emulando a Mario Vargas Llosa y preguntándose en voz alta: “¿Cuándo se jodió Podemos?”». En la dura resaca del destructor ciclo electoral, que ha dejado el partido «en las raspas», muchos se acuerdan de la depuración sin piedad del errejonismo por parte de Pablo Iglesias días después de su victoria en Vistalegre II.

Otros lamentan que «el líder» desoyera los consejos de poner en pie una estructura territorial para un partido que tenía entonces la ambición del sorpasso al PSOE. Iglesias prefirió, en otro ejemplo del ordeno y mando «característica de la casa», subcontratar marcas regionales sin ligazón alguna, alquilar las siglas moradas al mejor postor o entregarlas directamente a plataformas independentistas como la de Ada Colau, en busca –que se demostró equivocada– de engordar artificialmente sus filas.

Pero la inmensa mayoría de los responsables de Podemos coinciden en que el «antes y después» de Pablo Iglesias fue la adquisición del «casoplón» de la sierra de Madrid junto a Irene Montero. Con total opacidad, recuerdan, ya que fue un medio de comunicación el que descubrió tan insólita noticia a los «inscritos» en los círculos, quienes, se suponía, eran la argamasa del proyecto y los primeros receptores de lo que se cociera en la formación.

Con la primera paletada de cemento en las obras del chalet de Galapagar, la «pareja dirigente» Iglesias-Montero enterró el santo y seña de Podemos: la lucha de la «gente» contra la «casta». Y, de paso, sepultaron su crédito político y la ilusión de miles de cuadros y militantes que sí creían que sus siglas suponían un soplo de aire ético, el primero en décadas, contra el bipartidismo, para terminar de una vez por todas con la corrupción y la oligarquía de la política.

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Al fin y al cabo, aunque ese chalet escenificaba el afán de una pareja joven española de levantar un proyecto familiar en común, endeudarse, aspirar a la propiedad privada, tratar de progresar… Nada más burgués y menos revolucionario. Nada más propio de un votante de manual del PP o de Ciudadanos, o también del PSOE. Y de cualquier partido militante en esa «vieja política» que Iglesias había llegado para dinamitar. Una descomunal incoherencia en un defensor del «se piensa como se vive». ¿Alguien se acuerda de aquella proclama del secretario general de Podemos, que tanta agitación causó, de «tomar el cielo por asalto»?

De los polvos de esa «reforma» en el chalet de los 600.000 euros y de la hipoteca inverosímil que a muchos «heló el corazón», han llegado los lodos del 26-M. Primero fue la espantada de Errejón y los suyos, que se olieron esa deriva personalista y autoritaria (¡cuántas similitudes con el antecedente de la efímera UPyD de Rosa Díez!), y ahora la sospecha para cientos de miles de votantes de que Iglesias ha convertido su partido en una cómoda forma de ganarse la vida para él y las élites que le rodean, y en una herramienta perfectamente inútil para sus bases.

Fue Lincoln quien dijo aquello de que «se puede engañar a todo el mundo algún tiempo… se puede engañar a algunos todo el tiempo… pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo». Tal es el drama de Pablo Iglesias e Irene Montero y de su blindada guardia de corps (Alberto Rodríguez –ahora en el papel estelar de Pablo Echenique–, Rafa Mayoral, Juanma del Olmo, Ione Belarra, Noelia Vera y Gloria Elizo): que para muchos de sus votantes que han huido de vuelta al PSOE de Pedro Sánchez, Podemos se ha convertido en una secta destinada a garantizar el «modus vivendi» de los que la dirigen.

Y en eso trabaja ahora Iglesias, en el lampedusiano «cambiarlo todo para que nada cambie»: autocrítica que nunca llega, nuevas sucursales territoriales que sustituyan a las que se han hundido el 26-M (como la de ese José García Molina que ha pasado de flamante vicepresidente de Castilla-La Mancha a engrosar las listas del paro), una tregua con los anticapitalistas de los ahora triunfantes «Teresa y Kichi»… y ganar el tiempo suficiente para pilotar su «abdicación» en Irene Montero, la elegida para que la «empresa» continúe.

Esa élite y al menos unas decenas de diputados tienen garantizado un sueldo público los próximos cuatro años, a la espera de ver si Sánchez acepta que Iglesias y algunos de sus elegidos pisen además las moquetas ministeriales. Eso sí, los pocos estrategas políticos que quedan en Podemos, esos que todavía no han huido (como lo hicieron, defenestrados o poco antes de ser «fusilados al amanecer», Tania Sánchez, Sergio Pascual, Carlos Jiménez Villarejo, Eduardo Fernández Rubiño, Carolina Bescansa, Luis Alegre, Lorena Ruíz-Huerta, Rita Maestre o el propio Íñigo Errejón, por citar solo los más renombrados de un interminable listado de bajas), saben que el actual Podemos es «pan para hoy y hambre para mañana».

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«Lo peor que nos puede pasar es resignarnos a sobrevivir para vivir de esto sin cambiar nada», comenta otro miembro de Podemos que estos días recoge sus pertenencias del despacho del Ayuntamiento de Madrid que lo ha albergado estos años. Mientras cientos de cargos públicos en toda España le imitan y los trabajadores del partido reciben sus cartas de despido –con las indemnizaciones de la reforma laboral del PP, que tanto denigró Iglesias –, la formación emergente que en 2015 llegó para «cambiarlo todo» es hoy la cuarta fuerza política y sufre una merma de influencia impensable hace sólo unos meses.

Las incoherencias, caprichos y fobias de Pablo Iglesias han deshilachado Podemos. Ese mismo que no hace tanto gritaba con insolencia revolucionaria: «¡Sí se puede!». Como en la metamorfosis de Kafka, aquel rebelde con causa es hoy un burgués de libro. Un político que busca confundirse con el paisaje, a la espera que Pedro Sánchez le lance un pacto-salvavidas que le permita sacar la cabeza de las procelosas aguas internas que le ahogan cada vez más.

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“Alvise” Pérez lo vuelve a hacer: el analista destapa un nuevo caso de corrupción en el PSOE

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En las soleadas y acomodadas calles de Sotogrande, el chiringuito Gigi’s Beach era más que un mero refugio costero; se convirtió en ejemplo de cómo la corrupción y el poder se mezclan como el hielo y la ginebra en un vaso de highball.

Entre los clientes frecuentes que Alvise Pérez analizó en escuchas activas, se encontraba el alcalde de San Roque, Ruiz Boix, un personaje sacado directamente de una novela de intrigas políticas.

Su presencia en Gigi’s no era casualidad; su esposa, conocida por su habilidad para intimidar a los camareros hasta conseguir que la cuenta desapareciera, actuaba como la perfecta antagonista en este relato de privilegios no ganados.

Boix, en un juego de apariencias, se reunía a menudo con empresarios locales en una mesa apartada, junto a los alcaldes de La Línea y Algeciras, formando un tridente inseparable de camaradería.

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La rutina era siempre la misma: botellas que fluían libremente, visitas sospechosas al baño, y gestos descarados hacia la nariz que no hacían más que alimentar los rumores de cocaína.

El murmullo del pueblo y los audios grabados tenían nombres y detalles: Juan José Moncayo Agüera, amigo del alcalde y dueño de dos restaurantes, y Carlos Molina Muñoz, un teniente de la Guardia Civil cuya carrera se vio manchada por acusaciones de narcotráfico y otros delitos.

Se decía que este trío no solo compartía botellas sino que también estaba inmerso en el lavado de dinero procedente del narcotráfico. El ascenso meteórico de Moncayo, de simple barman a magnate de la restauración, fue visto no como un cuento de hadas, sino como una fábula de corrupción.

Coches de lujo, remodelaciones costosas y escapadas europeas.

Todo era impunidad hasta que Alvise Pérez, en lo que muchos critican como “extorsión” y “amenazas inmorales”, logró hace días que uno de ellos proporcionara la información adecuada.

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Ahora, mientras las olas rompen suavemente en la costa, esta Comunidad espera pacientemente, sabiendo que la marea de la justicia, aunque lenta, eventualmente llega a la orilla. 🐿️

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