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La izquierda nacional adoctrina a sus posibles electores en el odio a España

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[S]egún Oscar López “una parte de la izquierda española ha tenido siempre un prejuicio con la propia idea de España que debe superar” pero que, dados los últimos Movimientos que han nacido de ésta y su comportamiento en las instituciones que gobierna, muestra que aquellos que utilizan estos procedimientos ideológicos y adoctrinadores para diferenciar su grupo político de otros son los que defienden más encarnizadamente una representación benevolente y falsa de la II República.

El debate del Proces nos recuerda una vez más que los debates identitarios no tienen solución porque afectan a los sentimientos y estos son emocionales. “No se pueden imponer identidades y es un desastre enarbolar la propia contra la de los demás. Los debates identitarios sólo provocan agravios y se retroalimentan sin solución”, relegando a la categoría de desviación, por demás, fruto de la influencia de extraños, aquellos comportamientos que contradicen versiones nacionalistas que, por otro lado, han sido inculcadas desde la niñez.

La evolución de los estereotipos que los españoles formulan sobre los compatriotas catalanes, vascos y navarros resulta compatible con los efectos de la categorización social en actos (por ejemplo, la excelente visión que se tenía de los vascos y catalanes en el cumplimiento de sus obligaciones en el Ejército durante el periodo que va desde el final de la Guerra Civil hasta la aparición del Movimiento de Objeción de Conciencia), diferenciándose por identificaciones ideológico-políticas según su comportamiento respecto a la idea de Nación española.

Las últimas generaciones de españoles nacidos en democracia van suplantando a las anteriores y sólo conocen las guerras y las dictaduras, las hambrunas y las pestes, los fusilamientos o los campos de refugiados a través de los libros, cuadros o películas de todos aquellos que vivieron la pobreza, el hambre, la persecución o la cárcel o bien conocieron dictaduras, despotismos ilustrados o monarquías autoritarias y retrataron guerras y miserias humanas que van desde la picaresca hasta el bombardeo de Cabra o Guernica o en terceros países a los que han viajado como trabajadores, cooperantes o turistas. Hoy en España crece una generación que ha viajado, habla otros idiomas y conoce otras culturas y, sin embargo, se encuentra polarizada, cada vez más, en las identidades nacionales.

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Nadie duda de la defensa de la identidad francesa, canadiense, británica, alemana o norteamericana por parte de los partidos más progresistas de esos países y, de ninguna manera, de la defensa de su bandera ni de su integridad territorial, a pesar de que en todos ellos existen o han existido tensiones e incluso procesos secesionistas.

No es nuevo que el debate territorial ha estado presente en España desde finales del siglo XIX con la aparición de los nacionalismos en aquellas regiones, precisamente, en las que se luchó por el pretendiente a la corona y el tradicionalismo más radical llamado “Carlismo” cuyas desviaciones políticas influidas por el marxismo-leninismo dieron lugar a organizaciones terroristas como ETA o Terra Liure bien avanzado el siglo XX.

No se trata, dice Oscar López, Senador por el PSOE designado por la Junta de Castilla-León, de que la izquierda se convierta al nacionalismo, ni de que se haga patriota como dicen los dirigentes de Podemos, pero si de reconciliarse con la identidad nacional. El hecho cierto es que no se dejan de ver banderas republicanas en todas las manifestaciones de la izquierda y en ninguna de ellas se ve la “bandera nacional”. Los mitos y las máscaras circulan entre los distintos grupos “nacionales”, cambiando de significado cuando atraviesan distintas partes del territorio nacional. La diferenciación se convierte en inversión de símbolos y la homogeneización se convierte en unificación idealizada a nivel de representaciones de conductas dispares, como sucede cuando los miembros de un grupo nacional afirman que entre ellos los matrimonios son exógamos y que en realidad muchos de ellos han celebrado matrimonios endógamos.

Las asimetrías entre dinámicas de identidad individual y colectiva se encuentran hasta en los artículos de los periódicos de ideología nacionalista de izquierdas o derechas. Se descubre, por poner un ejemplo, que los artículos de prensa sobre un adulto de izquierdas, de color, árabe o mestizo, islámico, de sexo masculino, nacionalista, espíritu enfermizo y nacionalidad extranjera no mencionan esas pertenencias categoriales. Por el contrario, cuando se trata, por ejemplo, de un barón blanco, cristiano, militar o exmilitar, Guardia Civil, policía o guardián de la autoridad, afiliado o simpatizante de un partido político de ámbito nacional, de tendencia conservadora, estas categorías de pertenencia son mencionadas de manera explícita. Todo ocurre como si a través de los medios de comunicación, un grupo denominado categorizador, se erigiera en norma y marca explícitamente por su pertenencia a aquellos que pertenecen a otros grupos, los grupos categorizados que se oponen a sus intereses.

Y a este juego con los nacionalistas excluyentes se presta la izquierda nacional, adoctrinando a sus posibles electores en el odio a todo lo que signifique autoridad, orden, tradiciones, historia y, en definitiva, amor a España y a sus símbolos que son respetados por la gran mayoría de los españoles, defendidos en la Constitución y que ellos categorizan como indeseables para un buen ciudadano y que se ponen de manifiesto en Vascongadas, Navarra y Cataluña con las declaraciones y caceroladas que han recibido los miembros del Ejército, Policía y Guardia Civil en plena pandemia.

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¡Que no nos cuenten historias!

Enrique Area Sacristán.
Teniente coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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