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Opinión

La Vida

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(Un cúmulo de casualidades concatenadas, como para sospechar que alguien todopoderoso tiene interés en que funcione lo mejor posible)

Apareces en la hora que te toca de un día, de un mes, de un año, en un lugar determinado de un planeta que se llama Tierra y que es uno de los nueve que giran en torno a una estrella enana amarilla –el tercero y de los medianos- que conocemos como Sol y que se ubica en un universo que no permite ver su final. Eso sí, nos dicen que estamos en una galaxia –una más de los millones de ellas que parecen existir- que se llama la Vía Láctea o Camino de Santiago, que la forman doscientos mil millones de estrellas, calculadas a ojo de buen cubero y otros astros –planetas, satélites y vete a saber cuáles más- innúmeros. Es la razón vital que dice Ortega y de la que emana todo lo demás, sucesivo y concatenado.

Somos un animal mamífero. Los seres humanos no lo olvidemos, formamos parte de la biodiversidad terrenal. No en vano, velis nolis y mal que nos pese, taxonómicamente, somos parte del reino Animalia, del subreino de los Metazoa, del phyllum de los Cordata, del subphyllum de los Vertebrata, de la clase de los Mammalia, del grupo de los Eutherios ó Placentarios, del orden de los Primates, del suborden Anthropoidea (Haplorrini), del infraorden Simiiformes, del parvorden Catharrini (Viejo Mundo), de la superfamilia Hominoidea, de la familia Hominidae, de la subfamilia Homininae, de la tribu Hominini, del género Homo y de la especie Sapiens. Esto último es esperanzador y debiera ser sinónimo de responsabilidad.

Nacemos de una madre, una hembra que nos sufre nueve meses –o doscientos setenta días- en su cavidad abdominal, aportándonos alimento y medios de formación física y crecimiento de su propia sangre, por haber tenido que ver en amores y sexo con un padre, que normalmente asiste a la fiesta y colabora en nuestra bienvenida. Hemos sido invitados a la vida, sin nuestra anuencia, por lo que hay que presumir que supone un beneficio y que Alguien ha optado por nosotros porque es bueno. Estamos supeditados ya al tiempo y al espacio, y a una durabilidad.

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Cuando nacemos comienza a correr para cada uno algo que llamamos tiempo, que no sabemos lo que es, pero que condiciona nuestra vida, nuestra edad –tempus fugit- y que se relaciona con lo que llamamos espacio, distancia y duración, y así entendemos algo de su sustancia, que no es mucho.

Nuestra madre viene preparada para alimentarnos en los primeros meses con algo adecuado a nuestra frágil condición infantil. Procedemos de dos progenitores, estos de otros dos cada uno, y así sucesivamente cada antecesor –dándose la paradoja de que cuanto más vamos hacia atrás procedemos de más gente, cuando son menos los habitantes- por lo que arrastramos una genética compleja que huye de la endogamia cuasi-incestuosa que tuvo que haber en un principio y difícilmente coincidente, así que lo normal es no parecernos a nadie, y resultar únicos e irrepetibles para nuestro bien o para nuestro mal, aunque perpetuemos rasgos propios de ese acúmulo.

Es la historia mendeliana de los guisantes, que se complica a cada paso y que poco a poco, a lo largo de años y años, se ha comprobado que existe una genética prodigiosa en nuestras células y una cadena de ADN en ellas, propia de cada cual, a manera de código individual. Todo a partir de una pareja de células, que unidas forman una sola que se divide y subdivide continuamente hasta ser millones y darnos forma humana en 3D, y conformar un ser, una persona, que va a salir a la vida desde el calor de una madre y continuar en marcha hasta que alguien le llame a capítulo.

Nuestro corazón late durante muchos años, y nos parece algo normal y resulta que somos un 71% de agua y unos cuantos elementos. El 29% restante es la suma de carbono que supone el 23%, de nitrógeno, calcio y fósforo el otro 6% y un 1% restante de esos 29%, lo componen tres docenas de elementos en cantidades mínimas, que en una droguería no nos costarían mucho más allá de cinco o seis euros, si no menos, por el tiempo en hacer paquetitos, más que por el producto en sí. ¿Otra casualidad, obtener tanto con tan poco?

En este mundo galáctico se miden las distancias por años-luz. La luz que recorre en un segundo 300.000 km, 1.080.000.000 km en una hora, 25.920.000.000 km por día y 9.460.800.000.000 km por año. La estrella más cercana a nuestro sol, que se llama Próxima Centauri, está a 4,22 años-luz, que son 39.924.284.000.000 km. La luz del Sol tarda en llegar a la Tierra, en recorrer los 149.600.000 km que nos separan, 8 minutos y 19 segundos, o 499 segundos.

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Miramos al cielo cuando nos llama la atención la luna en la noche y se ven infinidad de puntitos en la lejanía. Al Sol, de día, no le podemos, ni debemos mirar. Alguien dice que no es infinito el número de estrellas porque entonces se vería todo blanco y nos da lo mismo, porque no pensamos mucho en ello. Simplemente, para poder dormir.

Estamos flotando sobre una bola de tripas incandescentes, una esfera provista de una costra de unos treinta kilómetros de espesor medio que contiene ese magma a miles de grados y que tiene un radio de seis mil trescientos setenta y un kilómetros, un diámetro de doce mil setecientos cuarenta y dos y un perímetro ecuatorial de cuarenta mil setenta y seis.

Un bombón de licor, preocupante, que gira como una peonza a 1.669 kilómetros por hora -463 metros por segundo- para un punto inscrito en el ecuador, porque ha recorrido los 40.074 km en 24 horas. El cálculo no tiene problema alguno. La velocidad con la que recorre el planeta los 930.000.000 km de elipse en torno al sol en un año –trazando los solsticios y los equinoccios en virtud de los 23,5º de inclinación del eje terrestre en relación al plano de la eclíptica, ni más, ni menos, que producen las cuatro estaciones a lo largo del año, en un alarde de casualidad y exactitud suiza- supone una velocidad de 106.000 km por hora, o 29 km por segundo. Sesenta y tres veces más velocidad que en la rotación. ¿Lo notan? No, pero es así, tal cual se lo digo. Es lo que tiene el vacío interestelar, ni te despeinas.

A esto añadamos que nos movemos con la galaxia a mayor velocidad aún y al año que viene el día de hoy, dentro de 365 días, habremos recorrido más de 18.000.000.000 km, (poco menos de un día-luz) 49.300.000 millones de km diarios que suponen una velocidad de 2.054.000 km/hora, que son 570.555. km por segundo, equivalente a una vez y media la velocidad de la luz y por tanto palabras mayores. Diecinueve veces más velocidad que en la traslación. ¿Notan algo? Es sorprendente y parece mentira, al menos a mí. Es una cadena de velocidades enormes y crecientes que se suman y tiene todo el aspecto de una locura, pero que no se avienen a nuestro concepto de velocidad y muy posiblemente aportan la imprescindible estabilidad al sistema.

La sensación en una noche tranquila de verano –cuando cantan los grillos y huele a verbena y a hierbaluisa- es de paz, de quietud y de sueño y nos incita al amor y a la procreación de vida por la interactuación de macho y hembra, por poco que nos faciliten la tarea, lo que procura satisfacción y placer. Es todo un invento divino y no del diablo. Es mi tesis.

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Nos desenvolvemos en una capa gaseosa y acuática, la biosfera, que envuelve nuestro planeta y que supone una pequeña parte del volumen que se aprecia en el planeta cuando se contempla desde la estratosfera. La capa gaseosa rodea enteramente la esfera terrestre y todo aparece azul y apetecible. La acuática salada ocupa un 70,9% de los 510.101.000 que tiene la superficie de la Tierra, por tanto, suma 361.661.600 km2 esa hidrosfera que, con unas determinadas temperaturas terrestres, que dan 15º medios durante miles de años, se corresponde con una cantidad de evaporación que va a proveer de agua regada y dulce a toda su superficie irregularmente y en forme de lluvia, granizo o nieve. ¿Otra casualidad?

Otras superficies y otras temperaturas darían otras evaporaciones y otras precipitaciones. Nunca llovería a gusto de todos, sin duda. Tanto una biosfera como la otra tienen un espesor que no pasa de tres kilómetros la primera y de cuatro –medios- la segunda, en los que es posible la vida. Cuando una se superpone a la otra, como es en el caso de los océanos en los que están los cuatro km de agua y los tres km de atmósfera, tenemos una biosfera de aproximadamente siete kilómetros de espesor medio, pero ambas caben muy aproximadamente en un cubo de 1.560 kilómetros de arista o lado, lo que, comparado con el perímetro de la Tierra de 40.000, es algo pequeño y frágil, una veintiseisava parte de ella.

En ella se suceden los fenómenos que facilitan la vida, el clima, los vientos, las corrientes marinas, la lluvia y la nieve, las horas de sol –la constante solar- las temperaturas, y los solsticios y equinoccios, que son otros fenómenos ¿casuales? fundamentales muy seriamente para la vida.

Bueno, pues a esto añadamos el magnetismo de la Tierra. Algo que tampoco entendemos bien y no sabemos cómo se produce eso de que el polo Norte sea el Norte y el Sur sea el Sur, como nos indica una simple brújula en virtud de su existencia. Ese campo magnético bien desarrollado de la Tierra, amén de otras tantas cosas, nos protege cual escudo poderoso –fuerza de Lorentz- de los maléficos y letales rayos gamma del viento solar, radiación electromagnética ionizante constituida por fotones, muy penetrante, que procede del Sol y sus elementos radiactivos, semejante a los rayos X, de mayor longitud de onda y enormemente perniciosos para la vida –que la harían imposible tal como la conocemos- y son desviados por él hacia el espacio exterior. ¿Otra casualidad?

La luna afecta a las mareas beneficiosas y regula la duración de los días en la tierra, que en su ausencia serían muy cortos, en otra casualidad prodigiosa y regular, amén de estabilizar a la Tierra como contrapeso, o a manera del venterol de un viejo reloj. Su rotación y su traslación en torno a la Tierra –a un kilómetro por segundo- se sincronizan de tal modo que solo vemos una sola cara. Podemos respirar un aire con una determinada proporción de oxígeno, ¿casual? que nos da vida sin quemarnos, beber el agua destilada de la lluvia, alimentarnos con la biodiversidad vegetal y animal que la puebla y nos acompaña en la aventura y que se desenvuelve en una cadena trófica autoalimentándose a partir de la luz del sol y la función clorofílica, casualmente, donde empieza todo partiendo de la química inorgánica de los suelos –sales minerales- a la orgánica –la vegetación- en un alarde y ante nuestros ojos.

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Venimos provistos de cinco sentidos, vista, oído, tacto, gusto y olfato, con los que percibimos nuestro entorno con cierta facilidad. No echamos de menos otro. ¿Es la intuición un sexto sentido? Hay quienes vienen a falta de alguno o algunos, lo que condiciona sus trayectos vitales en gran manera. Son cosas de la biología a la que estamos sometidos en la circunstancia vital. Nos remitimos a que la vida es un azar temporal y que Quién ha dispuesto todo, sabe lo que hace y sabrá compensar el sufrimiento y las deficiencias.

Nuestro cerebro, que son dos lóbulos unidos por un istmo, algo sustancial para nuestras capacidades, viene a estar compuesto por doscientos mil millones de neuronas interrelacionadas con sinapsis, como una red tridimensional, que ya dije que era el número estimado de estrellas de nuestra galaxia. Nuestro cerebro es el máximo consumidor de energía de nuestros órganos. Con el 2% del peso corporal consume el 20% del oxígeno y de la glucosa del organismo y la materia gris, la más noble e intensiva de la actividad intelectual, más que la blanca. ¿Otra casualidad?

Comenzamos a despegar del suelo, porque no paramos de evolucionar -crece nuestro cuerpo a costa del alimento y del cariño de nuestros padres que suplen nuestra indigencia en todos los órdenes- y se manifiesta en nosotros algo interno que nos hace sentirnos nosotros y mirarnos al espejo para ver quiénes somos, en contraste con quienes nos rodean, que vemos semejantes, y nos procura una memoria que traemos a la vida, que nos permite aprender, retener y almacenar hechos, imágenes y conceptos de cosas, una inteligencia que nos permite especular con lo aprendido y retenido y recomponer hasta el infinito como un juego y una voluntad que nos hace proceder en consecuencia, optar y elegir entre esas alternativas que se nos ofrecen, y eso sin que pongamos nada de nuestra parte, salvo quererlo.

Somos sociales. No nos complace la soledad. Y sin embargo cada vez vamos siendo más y más nosotros mismos, únicos e irrepetibles, según acumulamos datos y vivencias, recuerdos, imágenes, conceptos abstractos… A eso contribuyen quienes nos rodean, sean familiares, compañeros, profesores o amigos de juegos o de clase, niños o niñas.

Estamos sujetos a leyes físicas, químicas y biológicas, pesamos –somos atraídos por el suelo en virtud de la gravedad- nos hacemos daño si caemos, nos pinchamos y nos duele, enfermamos y buscamos el calor y la quietud y se nos alimenta, se nos abriga, se nos procura bebida y nos satisface y agradecemos el cariño que se nos presta devolviéndolo. Recuperamos fuerzas y seguimos en el empeño. En cualquier momento de esta vida podemos terminar, no hay garantía alguna de duración. Nadie puede añadir un milímetro a su estatura, ni un día más a su vida. Hay lo que hay.

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No podemos parar mucho tiempo. Dormimos de noche y nos despertamos con nuevas fuerzas cuando sale el Sol. Desayunamos. A veces llueve, otras hay luz, o está nublado y hace frío. Nos gusta el calor entonces. Si hay buen tiempo y hace calor buscamos el fresco de la sombra, el agua, o la bebida fría y nos libramos del Sol. No somos conscientes de que cambiamos día a día, que nuestras células no paran, que ganamos altura, que nuestros brazos ganan fuerza, que cada día comemos, digerimos, orinamos y eliminamos deshechos y nos crece el pelo y las uñas y vamos describiendo una evolución en el tiempo, alcanzamos la madurez –cual los frutos- y si duramos terminamos en decadencia, en vejez y en caducidad. Son nuestros materiales finitos y nuestro reloj biológico que da hasta donde da.

Entendemos lo que se nos dice poco a poco, aprendemos a decir a manifestarnos, a escribir, leer, calcular, prever (ver para prever y prever para proveer, como decía Comte) y atender a conceptos abstractos, que acumulamos, almacenamos e interrelacionamos. Sabemos quién es quién. Quienes son los nuestros, cómo son y manifestamos simpatías y antipatías, filias y fobias. Leemos, miramos, escuchamos. Conocemos animales y distinguimos lo que es la racionalidad, el uso de la razón, el sentido común, la amistad, el cariño y sentimientos de seguridad, inseguridad, peligro, amor, deseo, ira…. Jugamos, corremos, y buscamos nuestros límites… Nos gustan los animales pacíficos que se dejan acariciar y tenemos prevención con aquellos que muestran hostilidad, que pican o son desconocidos y no nos gustan nada.

La música nos afecta gratamente, nos alimenta y nos da placer, como la belleza, y el otro sexo, a la recíproca y nos produce felicidad, como el intercambiar ideas, discutir y crear ambientes amistosos y enriquecedores. En esas circunstancias no nos planteamos nada desagradable ni apocalíptico, sino lo grato y ameno. Nos gusta vivir. Competimos en lo que nos parece mejor.

Así como a otros pequeños no se les explica nada respecto a este milagro de la vida y llegan a pensar que la vida es una cadena de casualidades muy casuales, producto del azar y tantas y tan incomprensiblemente, que es como para pensar. Mis padres me dijeron –como a mis hermanos- que hay alguien que está muy por encima de nosotros, que ha dispuesto nuestra venida a esta Tierra, que nos ama como un padre y que nos tiene pensados desde la eternidad, y que ni un cabello se nos cae sin que Él lo permita y que, si lo permite, Él sabe por qué.

Es un concepto que nos excede y de proporciones inconcebibles para nosotros como nos cuenta San Juan de la Cruz, que llega a percibir, a colegir –le es dado hacerlo- algo de esa presencia desde la noche obscura, pero que está ahí. (Es consciente de que: Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo). Hay enfermedades terribles, hay dolor, hambre, soledad, accidentes… Ni la física ni la química nos perdonan. Es la consecuencia de vivir en la Tierra.

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Miramos al Universo, donde se plasma que todo es posible y grandioso y parece que es convincente que sea así, porque esto no es normal, ni sencillo, ni elemental, sino enormemente complicado y pleno de leyes y contraleyes, que nos exceden y nos abrumarían si tuviésemos que desentrañarlas con nuestras fuerzas.

Son las generaciones de pensantes, en el transcurso de los siglos, de elementos humanos especialmente dotados para cada rama del saber, quienes van abriendo camino, tanto desde la especulación filosófica, como desde la experimentación, la observación y la inventiva empírica, al conocimiento humano. El estudio, la meditación, y esa observación van haciendo acopio de conocimiento y lo transcriben para los legos y lerdos, que vamos captando, e intentando su digestibilidad.

Nuestra civilización, la occidental, que es el conjunto de nuestra formación integral la debemos a la religión judeo-cristiana, a la filosofía griega recuperada por el renacimiento y la escolástica, al derecho romano y al cúmulo de técnicas y tecnologías evolucionadas, que facilitan nuestras vidas y que nos graban, e imprimen caracter. Es el cimiento, como dice Zubiri. La guerra, que llena la Historia de muerte, crueldades y dolor, es un mal a eliminar y un síntoma de disfunción social que hay que combatir con empeño.

Hay un mundo material y otro inmaterial –parece evidente- que ya colegían los griegos, e inmortal, y que estamos llamados a cosas que no podemos ni imaginar, pero que antes hay que pasar por el crisol de la vida terrestre, de la animalidad y que puede ser no sólo durísima, sino cruel y despiadada y además caduca, finita, pero que su temporalidad y los auxilios del Creador pueden superarla y ayudarnos. A veces experimentamos momentos tangenciales, pero fugaces que nos dan a pensar. Hay quienes no lo ven así y todo lo adjudican a una mecánica casual, a una evolución ciega que plantea serias dudas de que pueda ser y que comprendemos que haya quienes puedan pensar así, porque Dios lo permite, pero sabios como Pascal la valoran en probabilidades al 50% cuanto más o cuanto menos.

Muchos sentimos que somos algo más que un cuerpo finito y caduco, que tenemos un alma como ya decía Platón dentro de nuestras costuras, que se desprende en nuestra muerte física para trascender y pasar a otro nivel y que por dentro nos sentimos el mismo durante toda nuestra vida, mientras en el espejo vemos los cambios que afectan a nuestro físico.

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Cuando morimos quienes tenemos la suerte de la fe o el mérito de haberla asumido por voluntad de hacerlo, sabemos, tenemos la certeza de que vamos a otro plano, donde alcanzaremos la felicidad que hemos buscado lícitamente toda nuestra vida. De cualquier modo, no nos apetece nada y nos espanta, como al mismo Cristo en la cruz, que más certeza no se podía tener en el Paraíso, cuando le decía en verdad al buen ladrón.

La especie humana, como otras superiores a las que se asimila en ciertas cosas, se mueve por mor del sexo entre dos criaturas, que el Génesis llama hombre y mujer.

Hay una fuerza genésica que se vincula a la atracción recíproca entre macho hembra, por razones físicas, químicas o espirituales, hormonales y feromónicas del uno hacia el otro, que tiende a la unión, a la cópula sexual productiva, que aprovecha la naturaleza en la suavidad, el perfume, la virilidad, la feminidad, el ciego instinto que nos apremia con los deliciosos prolegómenos excitantes de caricias y besos que avocan a la penetración del macho en la pasiva hembra, que lo busca y a los afectos irresistibles, para interesar ciegamente a la especie en otro ente.

Otro ser, procedente de ambos, de nuevo cuño y todo ello en base al placer que procuran las presencias al uno y al otro y la impenetrabilidad de los cuerpos, principio que desafían en el acto sexual, buscando la mayor unión que más les satisfaga hasta explotar y luego sus capacidades de mantener ese vínculo para bien del tercero en discordia. Las voces, los gestos, los cariños… Impregnan nuestras vidas y nos procuran paz.

Dios ha previsto todo ello, ha dispuesto unas leyes que funcionan –¡vaya si funcionan!- que a veces comportan sacrificio, paciencia y entrega incondicional para superar los escollos de cada día, que no son pocos y muchas veces incomprensibles e injustos a nuestro parecer. Todo ajusta, todo va y si añadimos caridad y confianza todo saldrá bien. ¿Por qué se han empeñado algunos en atribuir este invento al demonio y le han metido en el baile divino?

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Pero aun no estamos en ese Paraíso que decía y prometía Cristo a Dimas en la cruz del martirio ¡Menudo sitio! Nos toca esperar y perseverar. Todo llega.

Le llamamos, y es amor, imagen del que Dios ha puesto en cada criatura y que significa vida y que Él hace tender a la eternidad, como diría san Agustín.

No entendemos, ni lo haremos nunca, tantas cosas. Un misterio, si, un enorme misterio complejo ante el que hay que agachar la cabeza y encomendarse a quién lo ha dispuesto, que está en nosotros, que se declara Padre nuestro, que nos escucha y sabe lo que debe ser en cada momento, pese a nosotros, nuestra pequeñez y nuestra miseria. Y sin embargo respeta nuestra libertad, nuestra dignidad. ¿?

Sabe que si nos pregunta nos vamos a negar, pese al enorme beneficio desproporcionado que nos propone pasadas las horcas de la vida. Conoce nuestro escaso alcance y cobardía y los mejores momentos para comprometernos y mantener las instituciones que descubre el Derecho Natural.

¿Era necesario todo el universo creado para que naciese Cristo, el hijo del Creador y Creador a su vez, miembro de una trinidad que no entendemos, en un planeta estable y funcionando como un reloj suizo al cabo de los siglos para pasar por lo que hay que pasar, por la muerte y el sufrimiento, de un plano a otro para comprobarlo, vencerlo históricamente y darnos testimonio para que surgiese la Humanidad? Einstein manifiesta que unas leyes perfectas exigen un legislador perfecto. Me quedo con esta opinión de un superdotado y me tranquiliza mucho.

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Ahí aparece el fenómeno de la fe, algo que Dios nos sugiere, nos ofrece, pone a nuestro alcance con tantas casualidades si lo queremos aceptar y ejercerlo, pero que de ninguna manera nos impone. Permite que optemos por su negación ya que da una importancia absoluta a la libertad al libre albedrío de cada cual, y de eso hace depender nuestro futuro o no futuro, en la eternidad.

Yo creo que es infinitamente misericordioso, porque es infinitamente justo y que cuando nos toque partir, cuando cierre nuestros ojos la postrera sombra que nos llevare el blanco día, veremos la lux perpetua luceat eis, la que se dice en los responsos rezados desde este lado y creo, de verdad y por la clemencia infinita del Padre, que nadie se quede fuera de ella por un quítame allá esas pajas.

¡Ni Judas Iscariote!

 

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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