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Historia criminal del PSOE (II): De la derrota electoral al terrorismo

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Las elecciones de noviembre de 1933, después de dos años de caos y violencias izquierdistas, dieron una abultada mayoría a la derecha, representada sobre todo por la CEDA y el Partido Republicano Radical de Lerroux. Los partidos republicanos de izquierdas se vinieron abajo, y el PSOE cayó de 115 a 59 escaños.

La lección que extrajeron los socialistas (salvo Besteiro, a quien marginaron Prieto y Largo Caballero) fue que había llegado la hora de imponer la «dictadura del proletariado», es decir, del propio PSOE, para implantar un régimen de tipo stalinista, muy admirado entonces los socialistas. Largo Caballero, principal líder del partido, comenzaría a ser llamado el Lenin español.

Parte del plan de acción consistió en el terrorismo, a cargo de las Juventudes socialistas. A principios de febrero, la dirección de estas envió a sus secciones una circular: «Estamos en pleno período revolucionario (…) Nuestras secciones tienen que colocarse en pie de guerra». En adelante las circulares debían interpretarse como «órdenes», y la primera de ellas consistía en organizar «milicias juveniles armadas» con «disciplina rígida e inflexible», pues «la revolución se organiza como una guerra», de la que las juventudes serían «la principal fuerza de choque». Informaba de la decisión de «articular un movimiento revolucionario de acuerdo con la dirección de Partido Socialista» y por la «implantación del poder totalitario del proletariado». La revista de las Juventuides Renovación repetía machaconamente: «¡¡Estamos en pie de guerra!! ¡Por la insurrección armada! (…) La guerra civil está a punto de estallar sin que nada pueda detenerla». Etc.

Cuatro meses antes, en octubre del 33, se había fundado la Falange por José Antonio Primo de Rivera.

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Este era un joven abogado de 30 años, buen prosista, con cierto espíritu poético y un escepticismo intelectual poco adecuados para un líder fascista. No muy admirador de Mussolini, y menos aún de Hitler, creía que la época liberal tocaba a su fin en el mundo, y que algo parecido al fascismo libraría a España de una revolución bolchevique y le abriría una nueva época de gloria e influencia. Su escasa convicción se mostraba también en su reiterada disposición a ceder el papel de caudillo regenerador del país a Gil-Robles o incluso a Prieto o Azaña. A su juicio, el país estaba enfermo y decaído por falta de espíritu patriótico, y él insistía en su mensaje por un especial sentido del deber.

Su programa tenía más contenido estético que práctico, y había de realizarse por voluntad de una élite rectora ejemplar, con espíritu «mitad monje, mitad soldado». Trató también de formar una élite intelectual, literaria y de pensamiento. Sumó pocas adhesiones. En 1934 se unieron a la Falange las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) fundadas por Ramiro Ledesma Ramos, , joven matemático e intelectual, este sí resueltamente fascista. Pero ni separados ni juntos lograron hacerse con un espacio político significativo, y pronto se dio una lucha por el poder de la que Ledesma salió expulsado.

A pesar de su debilidad, o por eso, la Falange fue elegida por los socialistas como blanco preferente de su terrorismo, hasta crear una espiral de violencia. Si uno atiende a las versiones históricas difundidas por los Preston, Juliá, Tuñón de Lara, Sheelagh Ellwood y compañía, los causantes de esa espiral habrían sido los falangistas, de quienes se invocan frases como «la dialéctica de los puños y las pistolas (cuando se ofende a la justicia o a la patria)», ocultando cuidadosamente los propósitos anteriores socialistas de extrema violencia en pro de un régimen a la soviética. Tagüeña lo explica algo mejor: «Las calles se ensangrentaban con motivo de la venta de FE, órgano de Falange Española, ya que grupos armados socialistas estaban dispuestos a impedirlo. Hubo algunas represalias (…) pero los falangistas llevaron, al principio, la peor parte». Los socialistas asesinaban para impedir la expresión ajena. Actualmente se contentan con planes para multar y encarcelar.

Ya durante la campaña electoral de noviembre del año anterior, un joven de las JONS había muerto acuchillado en Daimiel por socialistas, y José Antonio había salido ileso de un atrentado que había dejado un muerto y una mujer herida grave. En enero, nuevos atentados aumentaron el número de víctimas, con asesinatos como el de un joven de 18 años por vérsele comprar el periódico FE.

Sistemáticamente, los socialistas envolvían sus atentados en denuncias victimistas de supuestos crímenes «fascistas». El socialista Hernández Zancajo era particularmente agresivo en las Cortes, y José Antonio le replicó el 1 de febrero: «Frente a esas imputaciones de violencias vagas, de hordas fascistas y de nuestros asesinatos y nuestros pistoleros, yo invito al señor Hernández Zancajo a que cuente un solo caso con nombres y apellidos. Mientras yo, en cambio, digo a la Cámara que a nosotros nos han asesinado a un hombre en Daimiel, otro en Zalamea, otro en Villanueva de la Reina y otro en Madrid, y está muy reciente el del desdichado capataz de venta del periódico FE, y todos estos tenían nombres y apellidos, y de todos se sabe que han sido muertos por pistoleros que pertenecían a la Juventud socialista».

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Los atentados continuaron. En enero y febrero cayeron otro falangista en Éibar y uno más en Madrid, aparte de varios heridos. José Antonio trataba de frenar el ansia de venganza de sus seguidores: «Una represalia puede ser lo que desencadene en un momento dado (…) una serie inacabable de golpes y contragolpes. Antes de lanzar así sobre un pueblo el estado de guerra civil, deben los que tienen la responsabilidad del mando medir hasta dónde se puede sufrir y desde cuándo empieza a tener la cólera todas las excusas». El gran problema era que el gobierno, pese a estar en manos del centro-derecha, no cumplía su responsabilidad elemental de investigar y perseguir a los agresores, con los que estos adquirían una gran sensación de impunidad y las víctimas quedaban desamparadas.

La respuesta de Falange se limitó a peleas a puñetazos, asaltos a locales de la FUE, colocación de banderas de Falange en sedes socialistas, etc. El 9 de febrero un militante del PSOE asesinó a Matías Montero, jefe del sindicato universitario falangista. La crispación subió de tono, pero tampoco entonces estalló la represalia. Los monárquicos alfonsino incitaban a la Falange ridiculizando las siglas FE como «Funeraria Española» y a José Antonio como «Juan Simón», por la conocida copla. Trataban de empujar a la Falange a hacer el «trabajo sucio». Ellos habían dejado caer sin resistencia a Alfonso XIII, de hecho lo habían empujado a huir, y poco después conspiraron con plena ineptitud contra la república. En marzo de 1934 planearían con apoyo de Mussolini un golpe armado que quedaría en agua de borrajas. Dada su escasa afición al riesgo, los alfonsinos trataban de apoyar otros movimientos desestabilizadores (incluso anarquistas, según el monárquico Sainz Rodríguez). Para su frustración, José Antonio declaró oficialmente que Falange «no se parece en nada a una organización de delincuentes ni piensa copiar los métodos de esas organizaciones».

Pero la situación empeoraba. Las juventudes socialistas recibían entrenamiento paramilitar en las afueras de las ciudades y organizaban paradas como una en San Martín de la Vega, reseñada el 10 de julio en El Socialista: «Uniformados, alineados en firme formación militar, en alto los puños, impacientes por apretar el fusil (…) Un poso de odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida, sin una operación quirúrgica».

En marzo y abril perdieron la vida más falangistas en diversos puntos del país, quedaron heridos por bomba cinco obreros de la imprenta que tiraba FE, y el propio José Antonio escapaba por los pelos de un nuevo atentado. Y la lista siguió alargándose. Entonces el líder falangista encargó a Juan Antonio Ansaldo, un aviador monárquico de reciente afiliación, la formación de grupos armados. El 3 de junio, Ansaldo revistaba a 800 jóvenes dispuestos: «El entusiasmo que reinó aquel día fue inigualable. La sensación de triunfo que produjo en aquellos hombres desafiar en modo abierto y decidido leyes y fuerzas republicanas, se les reflejaba en los semblantes y miradas de orgullo y esperanza», recuerda Ansaldo. Así nació la «Falange de la sangre». Y comenzaron las represalias.

(Todas las citas en Los orígenes de la Guerra Civil, ed. Encuentro).

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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