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Del paraíso al infierno: Sic transit gloria Hispaniae

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Como ya he desgranado en otros artículos, infiernos haberlos haylos, diga lo que diga el Bergoglio, pero hay uno muy especial, porque en el estamos todos los españolitos desde el año 75, y porque, lejos de mitigar sus llamas para pasarnos a un purgatorio más llevadero, cada año que transcurre se nos masacra más en los potros de tortura del Tártaro: el infierno fiscal.

Los demonios más feroces de este Averno impositivo son los que tienen sus caladeros en las bancadas Rojas, cuya acción de gobierno ancestral consiste en asfixiar a impuestos para crear imperios de sopaboba al estilo de “panem en circenses”, donde una parte no desdeñable de los recursos van dedicados a mantener a paniaguados, apesebrados, paniaguados, meapilas y cantamañanas, con su aggiornamento de ninis, okupas, “refugiatas”, oenejet@s, juventudes-sin-futuro, etc. Luego se proclaman a todo platillo “Robin Hood”, pero no pasan de ser “Sacamantecas” de tres al cuarto.

Estoy más que harto de escuchar a las portavozas del Gobiern@ anunciar urbi et orbe después de cada sablazo fiscal que es para mantener el Estado de Bienestar: igual te lo dice la Urraca de turno para justificar el robo del impuesto de Sucesiones, que la Celaa de Vil para explicar por qué la Iglesia debe pagar el IBI: bondad graciosa, cuando ni los partidos, ni los sindicatos, ni las Ongs ni otras muchas instituciones se ven sometidas a este gravamen.

Es el mismo cuento de siempre: que si la sanidad, que si la educación, que si las pensiones… pero todos los partidos callan sobre lo que constituye nuestro gasto más oneroso después de las pensiones: el mantenimiento del ruinoso Estado de las Autonomías, que, además de multiplicar por 17 el gasto público, demanda de las arcas del Estado cuantiosos recursos para mantener a 900.000 empleados extra, de los cuales unos 520.000 son enchufados por el colosal nepotismo autonómico, en la administración y en las más de 2.500 empresas creadas para colocar a los militantes, amiguetes y colegas.

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El montante total de la ruina autonómica se cifra en 86.000 millones de euros, que tendrían mejor empleo contribuyendo al pago de las pensiones, calculado para este año en torno a 144.000 millones de euros.

Solamente con este inmenso latrocinio autonómico puede explicarse la enorme paradoja de que, con el agobiante infierno fiscal que padecemos –y que aumentará más con el Tártaro frentepopulista que padecemos– nuestra deuda aumente cada año a ritmo de récord, cifrándose ya en 1 billón 144.00 millones de euros, el 110 por cien del PIB. La deuda de las Autonomías ha alcanzado ya el 100 por cien del PIB.

Desde al año 2007 –cuando comenzó la crisis la deuda era de 440.000 millones de euros– la deuda se ha incrementado en 700.000 millones de euros. Y suma y sigue.

Pero, aparte del infierno de su cuantía, hay otro infierno implícito en el pago de tantos y tan exorbitantes impuestos: el hecho demoniaco de que con ellos se nos obliga a pagar un número elevado de gastos que chocan con nuestra conciencia, con neutros principios éticos, con nuestros valores. Impuestos que habría que objetar en una masiva operación de objeción fiscal.

Así es como a los españoles que estamos en contra del aborto se nos obliga a financiar el genocidio fetal; a los patriotas se nos obliga a financiar muy generosamente a rufianes, coletudos, indepes, etarras, puigdemones y toda una mafia de politicastros a los que pagamos sus conspiraciones para destruir nuestra Patria; a quienes estamos en contra de la invasión de inmigrantes, se nos obliga a financiar la sanidad universal, y un sinnúmero de ayudas sociales que se destinan con preferencia a los extranjeros; a los que queremos la intervención de la autonomía catalana, se nos obliga a pagar a partidos idependentistas, a mantener sus embajadas, sus canales mediáticos lavacerebros, su educación anti española; a los numerosos ciudadanos que estamos en contra del horror autonómico, se nos fuerza a costear esa colosal ruina; a quienes estamos hartos de esta dictacracia impresentable, se nos obliga a mantener sueldos y prebendas de unos traidores que sólo representan a la plutocracia globalista que conspira para destrozar nuestra Patria en reinos de Taifas que puedan ser butroneados por Soros y Cía.

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A los franquistas se nos fuerza a mantener con nuestros impuestos a una ignominiosa pléyade de asociaciones y fundaciones que se han creado para medrar del erario público con la excusa de rastrear huesos en cunetas y cementerios; al heteropatriarcado se nos impone la obligación de costear toda la cohorte de femenvestales aulladoras y castradoras que quisieran quemarnos como no se en qué año…

Pero lo más gravoso y depresivo de este infierno fiscal es que hemos desembocado en el partiendo de un paraíso fiscal, que no estaba en ninguna minúscula isla caribeña, sino en nuestra misma Patria, pues, si al comienzo de la Guerra Civil la deuda era del 65,7 por ciento, esta cifra no cesó de bajar durante todo el gobierno de Franco, hasta el punto de que, a su fallecimiento den 1975, la deuda era solamente del 7,3 por ciento, la cifra más baja de todo el siglo XX. Y, lo que es más impresionante, lo que constituía nuestro paraíso fiscal: sin pagar ni IVA, ni IRPF, ni una multitud de otros impuestos que hoy nos han convertido en carne de cañón para mantener a 440.000 políticos, cifra con la que doblamos a Francia e Italia, y que adquiere su más desoladora magnitud si tenemos en cuenta que en Alemania –que nos dobla en población– esta cifra se sitúa en torno a 155.000.

Del paraíso al infierno: quien tenga ojos para ver, que vea; quien tenga oídos para oír, que oiga.

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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