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ANÁLISIS: ¿Por qué Trump sigue en la lucha aunque la prensa lo declara perdedor?

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Trump se colocó a la cabeza de lo que surgió en las bases conservadoras ante el giro al socialismo del progresismo. (EFE)
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Trump sigue en la pelea, no por capricho ni por planes futuros. Sigue en la pelea porque desde la primera noche vio claramente lo que venía.

El columnista, cuando analiza una realidad rápidamente cambiante, en lugar de los asuntos de fondo que generalmente trata, entra en aguas turbulentas. A diferencia del periodista de sala de redacción, el columnista escribe hoy lo que usted leerá días después. Nuestra ventaja es que tenemos más tiempo para analizar. La desventaja,  que los hechos pueden superarnos antes que nos lean. Riesgos del oficio.

El demócrata de a pie actual —criatura del agitpro de medios que pasaron de partidarios a propagandistas— cree que Trump es la caricatura de “Saturday Night Live”.  El grueso de su prensa e intelectualidad también lo cree. Sus políticos fingen creerlo, pero saben que el Trump real es más que una caricatura.

Por eso creen unos, y fingen creer otros, que Trump sigue en la pelea por capricho. La realidad es otra. Trump sigue en la pelea porque desde la primera noche vio claramente lo que venía. Y en medio de ello, una vía —difícil pero posible— de salvar su victoria.

Lo que los medios masivos no dicen

Únicamente el colegio electoral —o las legislaturas estatales— pueden declarar ganador a un candidato. Basarlo en proyecciones de votos en internet declarando a Biden «presidente electo», en medio de impugnaciones y reclamos en curso, es irresponsable por parte de medios y políticos, locales y foráneos. Tienen derecho a sus propias opiniones, no a sus propios hechos. Y cuando se trata de políticos en funciones oficiales de Estados extranjeros ya no es una opinión. Es una insensatez. Pero así anda el mundo.

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Trump vió que en Arizona, Georgia y otros estados los recuentos pueden ir a su favor. Los posibles errores y votos inválidos son de papeletas enviadas por correo. Biden ganó dos tercios de votos por correo y papeletas de voto ausente. Lo que se reste en recuentos se restará a Biden, casi exclusivamente. Alaska sería de Trump. Y confiaba desde la primera noche en asegurar Carolina del Norte. El recuento de votos en Arizona redujo ya la ventaja de Biden de 30 000 a 18 500. Y faltan 100 000 por contar. En Georgia Biden lideraba por 8 400 votos. Y Trump puede prevalecer finalmente en esos recuentos. En Wisconsin proyectan a Biden ganador por unos 21 000 votos. Y Trump confiá en el recuento de Wisconsin. Modelo de pulcritud en esa materia. Sumando todo eso, llegaría a 269 votos de en los colegios. O muy cerca.

La batalla de Pensilvania

Como recuentos dejándolo en 269 o muy cerca. Pensilvania no sería anecdótica —como dicen ciertos analistas— sino la batalla decisiva. La Corte Suprema permitió que se contaran boletas llegadas antes del 6 de noviembre, con matasellos previos al 3 de noviembre. Y ordenó separar votos tardíos. El estado no separó votos tardíos y el juez Alito emitió la orden que conocemos. Alito y una mayoría de la Corte pueden descartar las boletas tardías. Y eso entregaría el estado a Trump. Dándole una la victoria por hasta 289 votos de los colegios. Eso es lo que mantiene a Trump en la pelea. No lo que creen los prejuicios antitrumpistas. Ni lo que en otras explicaciones esotéricas, la izquierda especula. La Corte Suprema podría ordenar un recuento en Pensilvania si los oficiales violaran flagrantemente la orden de Alito de segregar los votos. Y ya tuvo que volver a emitirlo. Cuatro jueces querían reconsiderar si permitir las boletas tardías por completo, pero la corte se estancó 4 a 4 en octubre. Con la jueza Amy Coney Barrett puede prevalecer una opinión diferente.

Pensilvania y la Constitución de los EE. UU.

La Sección primera del Artículo II de la Constitución de los EE. UU. dice: “Cada Estado designará, en la forma que su Legislatura pueda ordenar, un Número de Electores, igual al Número total de Senadores y Representantes a que el Estado pueda tener derecho en el Congreso”. Y la Legislatura de Pensilvania, de mayoría republicana en ambas cámaras también puede exigir un recuento antes de nombrar electores. Puede realizar audiencias sobre las acusaciones de fraude que terminen en un recuento, por esa vía, incluso si no fuera el Tribunal Supremo el que lo ordenase. Trump lo sabe. Los demócratas lo saben. La prensa propagandista finge ignorarlo.

No es por capricho. Ni para enfrentar la matriz de opinión que contra Trump intenta instalar la agitación y propaganda de unos medios de masas irresponsables con una contra-matriz de batalla épica perdida antes de iniciarse, de la que nacería una poderosa influencia del héroe derrotado pero en pie, como el gran líder moral de los conservadores. Sino porque podría ganar. Pues como decía Yogi Berra “el juego no termina hasta que se acaba”. Trump supo desde la primera noche que tendría que jugarlo en extra innings. Esas son las reglas. Aunque una prensa propagandista pretenda lo contrario.

Y sin embargo

Cuando un intelectual de izquierda se permite pensar fuera de los estrechos márgenes de la creciente influencia de su propia ultraizquierda neomarxista, puede llegar –incluso por accidente– a cosas importantes. El artículo del Baker y Haberman en el NYT, intentando especular motivos de Trump —ignorando olímpicamente la posibilidad que tiene de rescatar una victoria electoral, aparentemente perdida en las irregularidades del voto adelantado, por correo y demás, en las instituciones— intenta explicar su batalla racionalmente. No como un capricho, sino como una estrategia. Y apuntando a donde no estaba el blanco —las posibilidades reales de ganar en los recuentos y el Tribunal Supremo— acertaron por carambola en una cosa.

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Trump no salió de la nada. Ni creó una corriente política nueva de la nada. Trump se colocó a la cabeza de lo que surgió en las bases conservadoras ante el giro al socialismo del progresismo. Algo que está haciendo más diversas a esas bases conservadoras. Muy diferente a los que los socialistas creen. Pero tan o más poderoso de lo que admiten. Es por eso que Trump, incluso de perder ésta batalla, seguirá siendo una fuerza política importante.

Por Guillermo Rodríguez González.

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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