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¿Cómo es posible que el voto de un estúpido y el de un científico valgan exactamente igual?

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Hace medio siglo en España, cuando lo frecuente eran las familias numerosas y no viceversa, era corriente oír, entre otras muchas expresiones que, “un niño viene con un pan debajo del brazo” para referirse a que la llegada de un nuevo ser a la familia supone una bendición y un motivo de enorme felicidad. Ahora, en los tiempos que corren al parecer, los niños ya no vienen con nada debajo de un brazo; vienen “con ciencia infusa”. La gente nace sabiendo, porque sí; y además, a pesar de no haber estudiado o no haberse interesado por aprender, uno sabe y ya está, “y punto pelota”… “De puro listos que somos…” y no se te ocurra discrepar, pues, solamente se le ocurre cuestionar tal dogma a la gente facha, rancia, anacrónica…

Hay un estudio sobre los tontos y la tontería, de Santo Tomás de Aquino, en el que, entre otras muchas cuestiones menciona que, además de la parálisis, del estupor -de ahí la expresión “estúpido”- existe otro factor importante en la tontería: la falta de sensibilidad.

Santo Tomás diferencia entre estulto y fatuo, afirma que la estulticia comporta embotamiento del corazón y hace obtusa la inteligencia (“stultitia importat hebetudinem cordis et obtusionem sensuum”). Por el contrario, la fatuidad es la total ausencia de juicio; el estulto posee juicio pero lo tiene embotado, aturdido, incapacidad de reacción a estímulos de intensidad normal. De ahí que, la estulticia sea contraria a la sensibilidad de quien sabe: sabio (sapiens) se dice por saber (sabor): así como el gusto discierne los sabores el sabio discierne y saborea las cosas y sus causas: a lo obtuso se opone la sutileza y la perspicacia de quien sabe, de quien es capaz de saborear.

La metáfora del gusto, de la sensibilidad en el gusto como ejemplo, y referente para quien sabe saborear la realidad, encierra una de las principales tesis de Santo Tomás de Aquino sobre la tontería. Hasta tal punto que llega a considerar que, frente a la creencia general de que la felicidad está en la posesión de dinero y bienes materiales, como afirma la legión de estultos que, saben sólo de bienes corporales que el dinero puede comprar; el juicio sobre el bien humano no lo debemos tomar de los estultos sino de los sabios, lo mismo que en cosas de sabor preguntamos a quienes tienen paladar sensible.

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Prosigue Santo Tomás de Aquino afirmando que se trata siempre de una percepción de la realidad: lo que de hecho es amargo o dulce, parece amargo o dulce para quienes poseen una buena disposición de gusto, pero no para aquéllos que tienen el gusto deformado. Cada cual se deleita en lo que ama: a los que padecen de fiebre se les corrompe el gusto y no encuentran dulces cosas que en verdad lo son…

También es importante otra característica que nos señala Tomás de Aquino acerca del insipiente: creer que todos tienen -y son de- su condición.

Otra cuestión de la que nos advierte Tomás de Aquino es la de que, entre las causas morales de la percepción de la realidad destaca la buena voluntad que, es como una luz, mientras la mala voluntad sumerge a uno en las tinieblas del prejuicio.

Por supuesto, en su análisis de los tontos y la tontería, Santo Tomás de Aquino nos habla de que hay grados de tontería y de tontos; igual que hay grados de inteligencia y de personas inteligentes.

Dirán que a cuento de qué hablar de la estupidez, nada más lejos de mis intenciones que hacer un “elogio-encomio a la estulticia” a la manera de Erasmo de Rotterdam; pues muy sencillo, todo ello es característico, definitorio de la triste, tristísima situación que actualmente sufre nuestra Patria, España, ese lugar de cuyo nombre muchos no quieren acordarse y evitan nombrarla, no sea que se enfaden quienes quieren romper España, o los acaben llamando “fachas”.

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Pero para que triunfe la estupidez, para que triunfe el fracaso de la inteligencia, tanto individualmente como socialmente, para que España haya llegado a ser una meritocracia a la inversa, como ya afirmaba Joaquín Costa hace más de un siglo, en su “Oligarquía y caciquismo como la actual forma de gobierno en España, urgencia y modo de cambiarla”; para que hayan acabado triunfado “los peores” es imprescindible que esté presente el defecto, la ausencia, o inhibición de la presión por la excelencia.

El régimen oligárquico-caciquil que Joaquín Costa describía, refiriéndose a la España de hace más de un siglo, y que por desgracia en la actualidad sigue prácticamente intacto, posee una importante característica: un elitismo perverso que, impide “la circulación de las élites”, en el régimen caciquil los más capaces y los mejor preparados son apartados, “es la postergación sistemática, equivalente a eliminación de los elementos superiores de la sociedad, tan completa y absoluta, que la nación ni siquiera sabe que existen; es el gobierno y dirección de los mejores por los peores; violación torpe de la ley natural, que mantiene lejos de la cabeza, fuera de todo estado mayor, confundida y diluida en la masa del rebaño servil, “servum pecus”, la élite intelectual y moral del país, sin la cual los grupos humanos no progresan, sino que se estancan, cuando no retroceden.”

La mejor definición de la democracia a la española es “el dominio de los corruptos, los mediocres y los idiotas sobre la gente inteligente y decente”. Es por ello que, esta falsa democracia española solo puede producir lo que produce: fracaso, retroceso, injusticia, desigualdad, pobreza y mucho dolor y tristeza.

Basta con echarle un vistazo a quienes son nuestros representantes, observar el comportamiento de quienes están al frente de esos aparatos de corrupción que son los partidos políticos, para llegar a la conclusión de que, su objetivo es que los mediocres estén en la cima y por tanto, la mediocridad ocupe la vida pública.

No es de extrañar, pues, que como resultado tengamos todo aquello que nadie desea: la mayor tasa de paro de la OCDE, la mayor quiebra del sistema financiero, el mayor nivel de corrupción, los estudiantes con peor formación académica (aunque los líderes de los partidos nos repitan hasta aburrir que, nuestra juventud es la mejor preparada de la Historia), según el informe PISA…

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Y, a pesar de todo, ahí seguimos votando, erre que erre a los más golfos y los más mediocres del solar patrio.

Nos cuentan, un día sí y el otro también que, la democracia es el gobierno de la mayoría, y que, el que gana unas elecciones poco más o menos que tiene derecho a hacer su santísima voluntad. La persona más estúpida del mundo, según ese dogma, se verá protegida frente a cualquier clase de cuestionamiento mediante esa legitimidad que le otorga esa mayoría. Sin embargo, afortunadamente, en España, en el resto de los ámbitos no se funciona de forma democrática. Por ejemplo: las empresas no son democráticas. Sus consejos de Administración no se someten al refrendo de los accionistas, ni menos de sus trabajadores. Al frente de cualquier empresa se procura que estén los más preparados, los mejores. En ninguna empresa se toman las decisiones por consenso, las toma el gerente, el equipo directivo. Si miramos qué se hace en cualquier práctica deportiva de competición, tampoco el consenso está presente, y menos la regla de la mayoría… el entrenador hace jugar a los mejores. Tanto en cualquier empresa, como en un equipo de fútbol, se aplica la meritocracia como norma, y por ello que suelen tener éxito los mejores. En cualquier ámbito de la vida donde se gana y se pierde –pues son habituales la competición y la competencia- para conseguir éxito no funciona la democracia, sino la meritocracia, la excelencia.

En cualquier democracia el voto de un científico y el de un analfabeto valen exactamente igual.

¿Qué régimen político que pretenda alcanzar la perfección aguanta este esquema?

La realidad cotidiana nos demuestra (y este próximo domingo nos lo demostrará una vez más) que lo que entienden por democracia los actuales políticos, está a años luz de las ideas de quienes en siglos pasados, proponían la participación ciudadana, la democracia, como forma de gobierno, de gestión de lo público.

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Si en España se pretende consolidar la democracia (acompañada, por supuesto una estricta separación de poderes), hay que acabar con el “pensamiento Alicia” que diría el profesor Gustavo Bueno, con el buenismo, con la idea de que la democracia debe ampararlo todo, llegando a admitir incluso a quienes están en contra de la participación ciudadana, y sobre todo, hay que erradicar la idea de que, los menos listos, los menos preparados, los menos formados e informados, poseen el mismo derecho que los más sabios, los mejor preparados; perversión a la cual nos ha llevado el igualitarismo que, sin duda es el peor enemigo de la libertad, que, ha venido de la mano de los buenistas, y que deberíamos evitar que sea para quedarse…

Una democracia real (no la democracia a la española) no propicia estupideces tales como las que vengo nombrando, una democracia fuerte y con idea de perdurar, no debe consentir que un delincuente condescendencia, al mismo tiempo que a sus víctimas se las sienta en el banquillo por protestar; una democracia real no es débil con el fuerte y fuerte con el débil, tener piedad, compasión con el delincuente es traicionar a quienes el delincuente ha causado daño; una democracia fuerte no admite que una de sus regiones intente separarse de la nación, y no tenga consecuencias para los responsables de la rebelión, una democracia fuerte no admite que la corrupción la tengan que pagar sus ciudadanos, mientras que los corruptos campan por sus fueros…

Una verdadera democracia no admite que agrupaciones políticas que, una y otra vez han incumplido sus promesas electorales, se perpetúen en el poder porque sus electores no posean suficiente cociente intelectual que, les permita votar con la formación y el conocimiento imprescindibles. Lo cual solamente se pueden adquirir tras una enseñanza sin adoctrinamiento y sin manipulación, en un sistema cuyo único objetivo no sea mantener a la población infantilizada, en situación minoría de edad.

Una democracia de estas características, sin duda no es una democracia, es una “estupidocracia”, una oclocracia donde triunfan los que más ruido son capaces de hacer…

¿No es preferible la meritocracia, el gobierno de los mejores?

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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