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“Si yo no gano, rompo el tablero”

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La frase me ha venido a la cabeza tras los resultados electorales de Andalucía y las reacciones al pacto firmado por VOX y PP. No sé si era de una película o de una serie: dos familias vecinas con hijos de igual edad, a uno le regalan un juego de mesa que llevaba pidiendo semanas y que todos deseaban tener, y comienzan a jugar. Pero el dueño del juego empieza perdiendo y continua perdiendo. Al rato, cabreado, se levanta, coge el tablero y grita “Si yo no gano, rompo el tablero”.

Hoy vemos que esa misma rabieta infantil afecta a buena parte de los llamados “demócratas” de toda la vida. La izquierda sectaria que ve que no ha conseguido engañar ni manipular a buena parte de la población en Andalucía, feudo y cortijo tradicional del PSOE, y se manifiesta como es realmente: intolerante, incapaz de respetar las ideas ajenas si no coinciden con las suyas. La democracia es si salgo yo, si no salgo, a la calle para impedir que el que ha salido pueda gobernar. O, como decía el niño de mi ejemplo: “Si yo no gano, rompo el tablero”. Que para el caso pudiera ser: “Que nos den las calles lo que nos ha quitado las urnas”.

Lo que no deja de ser curioso, que no sorprendente, es la falta de autocrítica de la izquierda, la incapacidad de preguntarse por qué han dejado de votarles tantas personas, el nulo interés por hacer un autoexamen de propuestas, de programas, de hechos consumados, de actuaciones, y ver por qué la gente no les ha dado su apoyo. No, para ellos -y circulaba un tuit que lo decía casi literalmente- el que no les ha votado se equivoca, y si hay que “imponer la razón por la fuerza”, literal, se impone. “Nosotros”, parecen decir, “lo hacemos todo bien: somos moralmente superiores y por tanto llevamos la razón. Y si los demás no lo entienden o no lo aceptan, hay que imponerlo como sea”. Y el “como sea” suele ser siempre a la fuerza. Ese es el verdadero talante democrático de la izquierda española.

Si se tratara de partidos maduros, habrían hecho una autocrítica honesta para encontrar la razón de la pérdida de votos y corregirse en la medida de lo posible en las siguientes elecciones. Pero la reacción inmadura, de pataleta infantil, demuestra que no lo son realmente. Que su verdadera vocación no es la democracia, sino el poder.

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Claro que en esto hay muchas más cosas de fondo que pura ideología: circula la noticia de que el Instituto Andaluz de la Mujer, por poner un ejemplo, dedica sólo el 3 % de su jugoso presupuesto a las mujeres maltratadas (o “maltratadas”, esa es otra cuestión). El resto se “pierde” en conferencias, ciclos de charlas, cursos formativos, salarios, viajes, etc, etc. Cursos en los que se paga a alguien por decir lo evidente o lo que convenga, según los casos, y que no solucionan nada ni en nada mejoran la situación de las mujeres realmente maltratadas. Si hacemos extensión al resto de chiringuitos inútiles cuya única finalidad es mantener una red de puestos de trabajo subvencionada para los afines al partido, la situación de despilfarro y la sensación de inutilidad de nuestra casta política es tremenda. Y es posible que también tenga algo que ver en la pérdida de votos. Multiplicamos eso por diecisiete autonomías, cada una con su propia red de mamandurrias…

Si sumamos en Andalucía el escándalo del impuesto de sucesiones, que la ministra de Hacienda quiere hacer extensivo a toda España, quizás encontremos también una explicación a lo ocurrido. La gente está harta de pasarse la vida trabajando para poder comprar un piso y que luego sus hijos no puedan heredarlo por los impuestos abusivos y excesivos. Nos pasamos la vida pagando impuestos para mantener un sistema que no es sostenible: diecisiete miniestados, llenos todos de redes clientelares de corrupción, enchufismo, nepotismo, prevaricación y mangoneo variado. Y ni siquiera al morir podemos dejar a nuestros hijos el fruto de nuestro trabajo. Es demencial y es inmoral, aunque sea legal. Muchos andaluces afectados por el impuesto de sucesiones probablemente no habrán querido votar a la izquierda, que les ha robado todo de manera injusta, y habrán elegido, con toda seguridad, al partido que prometiera su derogación. Y son muchos miles. Muchos miles de votos menos también.

Y si añadimos las pateras que día sí y día también llegan a las costas andaluzas, con los problemas añadidos que en determinados casos suponen de delincuencia, violencia, violaciones, parasitismo, etc, etc, pues… quizás los andaluces se están hartando de padecer la inmigración que los políticos imponen pero no padecen. Quizás se hartan de la inseguridad de sus calles, de que sus hijas sean agredidas y atacadas en ocasiones por seres de otra cultura en la que la violencia contra la mujer es legal, permitida y aceptada. Y no puedes cambiar de mentalidad a determinada gente que llegó ayer en patera: lo viven en sus casas, lo viven en sus familias, se lo enseñan sus líderes religiosos. Quizá también los andaluces se han hartado de ver que un recién llegado en patera tiene derecho a una paga, mientras ellos están en paro malviviendo en muchos casos de la magra pensión de los abuelos o los padres. Son muchos miles también los parados. Y probablemente, la gran mayoría tampoco ha votado a la izquierda que después de cuatro décadas en el poder sigue manteniendo la región en la tasa de paro más alta de España.

Quizá la izquierda debería plantearse si el haber renunciado a sus principios -ocuparse de los trabajadores – para dedicarse a llenar sus bolsillos, comprarse estupendos casoplones lejos del alcance de la mayoría de los españoles, o mantener actitudes poco éticas mientras se presume de tenerlas puede tener algo que ver en esa pérdida de votos. Y quizá la izquierda lo intuye, y por eso, ante el desnortamiento general de sus miembros, ha evolucionado y ha pasado de ser “de los trabajadores” a ser “de la progresía”, haciendo suyas las causas que le han convenido vinieran a cuento o no, por intentar arañar unos cuantos votos más.

Así, se han autoproclamado defensores de los animales, de las mujeres, de los homosexuales, de la inmigración masiva… causas que, ni les corresponden, ni lideran adecuadamente, ya que, como digo, las usan solamente como cantera de votos. Se han convertido en adalides de la progresía y han calificado a todo el que no entrara al trapo de fascista, facha, racista, homófobo, xenófobo… Han fomentado la división de los españoles hasta límites que nunca se habían visto en democracia y han extendido la idea de que las calles son suyas para imponer su voluntad, y el que no la respete, a tenor de numerosos tuits, sólo merece un tiro.

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Todo esto, por supuesto, a costa del sufrido contribuyente, que se ve esquilmado, ninguneado, con menos derechos que los extranjeros en muchas cosas y sin poder defenderse de su propio gobierno. Que ve que sus tradiciones son pisoteadas y calificadas de “casposas”, y al que le impiden mantener sus costumbres (belenes, villancicos, Semana Santa, etc) por miedo a ofender a los que llegan.

Pero, ¿y los que estábamos aquí? Quizá la gente se está hartando de ese odio feroz a todo lo que representa España y sus tradiciones o costumbres, de no poder abrir la boca sin miedo a que te digan fascista, xenófobo, homófobo o cualquier parida semejante simplemente porque no piensas como los grupos hegemónicos quiere que pienses. Aunque podemos seguir hasta el infinito y más allá, es inútil: la izquierda busca la mota en el ojo ajeno mientras ignora la viga del propio, justificando sus dislates sin el menor asomo de vergüenza. Justificando la corrupción. Justificando la falta de transparencia. Justificando los chiringuitos y el clientelismo. Justificando lo injustificable… si son ellos los que lo hacen. Y cuando por esas cosas y similares pierden el voto, no hay el menor asomo de autocrítica: la culpa la tiene el que vota mal. Y la realidad es que si cuatrocientas mil personas no les han votado, es porque no han querido. Porque no les han convencido sus argumentos, o su programa, o su forma de actuar, o su incoherencia, o su hipocresía, o la descarada ley del embudo que ejercen en todos los ámbitos en que se encuentran, o que exijan un respeto que no están dispuestos a dar, o que busquen el enfrentamiento directamente, o que mientras su patrimonio engorda el nuestro mengua o directamente desaparece por impuestos abusivos… Quizás también hay ahí una explicación a la pérdida de votos. Quizás, sugiero, deberían pensar qué es para ellos el talante democrático. Porque ahora mismo, lo único que han manifestado es lo mismo que el niño de mi ejemplo: “Si yo no gano, rompo el tablero”.

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No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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