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Opinión

Sigue aumentando la burbuja universitaria

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No hay día en el que quienes nos hablan de Europa y de la “identidad europea” no hagan referencia a la enorme aportación que hicieron a Europa y al mundo los antiguos romanos, pero nunca suelen decir qué aportaron y qué ha perdurado de aquella cultura, aquella civilización que surgió de una aldea de campesinos en el territorio de la actual Italia. Sí, aunque muchos lo ignoren, la antigua Roma y la cultura romana estaban dominadas por una oligarquía rural, de propietarios que, explotaban directamente sus propias tierras: una clase social muy distinta de la nobleza guerrera de la epopeya homérica de la antigua Grecia.

Una de las razones fundamentales por la que Roma duró siglos y siglos fue por la forma en que los romanos eran educados. La educación romana se basaba en el “mos maiorum”, “la costumbre de los ancestros”, conjunto de reglas y de preceptos que el ciudadano romano, apegado a la tradición, estaba obligado a respetar. Transmitir esa tradición a los jóvenes, hacerla respetar como un ideal incuestionable, como base de toda acción y de todo pensamiento, era la tarea esencial del educador.

Al joven romano no sólo se le educaba en el respeto a la tradición nacional, patrimonio común a toda Roma, sino también el respeto a las tradiciones propias de su familia de origen.

En opinión de los antiguos romanos la familia es el entorno natural en el que debe crecer y formarse el niño.

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La educación de los niños y adolescentes en la antigua Roma se producía en el ámbito familiar hasta los diecisiete años; primero, hasta los siete años, se llevaba a cabo bajo la supervisión de la madre; y con posterioridad, bajo la vigilancia del pater familias, a quien acompañaban en sus actividades cotidianas.

En la antigua Roma el padre era considerado como el verdadero educador; el pater familias romano se entregaba con plena implicación, en el cumplimiento de su papel de educador.

El conservadurismo -conservar lo que funciona- del que vengo hablando justifica el que Cicerón, a mediados del siglo I a. C., acabe afirmando que el bien de la patria es la suprema ley -salus publica suprema lex esto-, y años después estará presente en el intento de restauración de los viejos ideales morales que llevarán a cabo algunos emperadores siguiendo las directrices de Marco Flavio Quintiliano (originario de Calahorra, La Rioja) en el primer siglo de nuestra era.

Si observamos aquella “antigua educación”, advertimos, en primer lugar, un ideal moral: lo esencial es formar la conciencia del niño o del adolescente, inculcarle un sistema rígido de valores morales, de reflejos seguros, perdurables, un estilo de vida.

Cuando los antiguos romanos acaban asumiendo la cultura griega y se “helenizan”, hacen suya la filosofía griega, sus costumbres (no sin reticencias y múltiples protestas “nacionalistas”) adaptan su sistema educativo a las nuevas corrientes de pensamiento y pedagógicas que les llegan de oriente.

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Los romanos crearon un sistema nacional-estatal de enseñanza, una red de centros educativos en todas sus provincias, que llegaba hasta los lugares más remotos del imperio. Aunque no fueron especialmente innovadores, pues calcaron el modelo de la los griegos, mejor dicho atenienses, sí fueron ellos quienes lo divulgaron e implantaron por todos los lugares que rodean el “Mare Nostrum”, el Mediterráneo.

Tanto en la red de centros estatal de enseñanza, como en los centros privados, el objetivo principal era preparar a la juventud para que acabase asumiendo cargos de responsabilidad, ya fuera en la empresa privada como en la administración de la cosa pública; tanto en un ámbito como en el otro, los antiguos romanos pensaban que debían estar presentes la honestidad, la laboriosidad y la lealtad. El sistema educativo romano pretendía formar personas de orden, metódicos y enérgicos; una élite activa, emprendedora y bien educada. Los romanos de entonces nunca perdían de vista su ideal de “ciudadanos hechos a sí mismos”, para lo cual, para progresar, tanto académicamente como profesionalmente, o en la política, eran tenidos en cuenta la capacidad y el mérito, sin olvidar el compromiso ético de servicio a sus conciudadanos. Efectivamente, los antiguos romanos eran educados en la responsabilidad, en la justicia y en el sentido del deber… Todo lo contrario de lo que actualmente se practica en España.

Los antiguos romanos pusieron en marcha un sistema de instrucción pública equiparable a los actualmente existentes en el mundo desarrollado, y que este sistema educativo fue una de las razones de que la cultura, la civilización romana durara siglos y siglos.

He comenzado describiendo como era la educación en la antigua Roma, porque en estos tiempos que nos han tocado vivir, es imprescindible –más que nunca- releer a los clásicos, volver la vista atrás, no para regodearnos en la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino para aprender de los aciertos y de los errores de nuestros ancestros.

Bien, regresemos a la España del siglo XXI:

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La formación de nuestros niños y jóvenes españoles cada vez es peor, se ha ido deteriorando de forma terrible en las últimas décadas, basta con echarle un vistazo a los informes Pisa (Informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes) que, se lleva a cabo en los países pertenecientes a la OCDE, y observar también el funcionamiento de las universidades sostenidas con fondos públicos para comprender la situación de degradación a la que hemos llegado.

Una prueba de ello es el número de universitarios españoles que, tras terminar sus estudios, no encuentra empleo, que dobla la media europea. Doce de cada cien titulados españoles está en el paro, frente al 5,2% de la Unión Europea.

Otra muestra del deterioro del que vengo hablando es la alta tasa de abandono en nuestras universidades: más del 30% de los estudiantes no concluyen sus estudios, el doble que en Europa; a lo que hay que añadir el alto índice de repetidores, pues apenas la tercera parte de los que se titulan finaliza la carrera sin repetir curso, según los datos del Ministerio Español de Educación.

Tampoco está de más recordar que, año tras año, las universidades españolas no consiguen ser incluidas en la lista de universidades con mayor reconocimiento internacional. El índice de Shanghái, el más prestigioso, suele ubicar a los centros universitarios españoles más allá del puesto 201. Solo hay diez universidades españolas están entre las 500 mejores del mundo.

Según diversos informes internacionales, y en particular el Directorio de Asuntos Económicos de la Comisión Europea en 2016, el 68% de los jóvenes españoles que lograron terminar sus estudios en las universidades españolas –a las que en general llegan con una paupérrima enseñanza primaria y secundaria- no reúne los requisitos mínimos exigidos para incorporarse al mercado laboral, motivo por el cual es un absoluto disparate que haya quienes reclamen para ellos empleos para los que se necesita una alta especialización, así como altos salarios.

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La idea, repetida hasta el hartazgo, de que los jóvenes actuales son la generación mejor preparada de la historia de España y que por desgracia está condenada a emigrar o a aceptar empleos precarios, mal remunerados, es un tópico muy socorrido, sin fundamento, una absoluta necedad. Es una tremenda falsedad con la que los políticos profesionales que España y los españoles sufrimos desde hace años, tratan de engañarnos de forma demagógica, porque su tremenda mediocridad los conduce a creérsela, o para tratar de no tener mala conciencia y eximirse de cualquier responsabilidad, o sencillamente porque nos toman por estúpidos.

Los caciques y oligarcas, los profesionales de la política y sus trovadores, han convencido, entre otra muchas cuestiones, a una gran mayoría de nuestros compatriotas de que la escolarización masiva –masificada es un signo de modernidad. Han convencido a la mayoría de los españoles de que, la modernidad consiste en impedir y sancionar el mérito y el esfuerzo, a la vez que se premia la mediocridad (el aprobado general). Han convencido a los españoles de que la modernidad, el progreso, consiste en hacer más fácil el acceso a los estudios universitarios (más del 95 por ciento de quienes se someten a la selectividad supera el examen de acceso). Olvidan a propósito que, progresar es sinónimo de avanzar para mejorar; y por supuesto, tampoco tienen en cuenta que uno de los principales problemas a los que se debe enfrentar España es la pobrísima calidad de la enseñanza que reciben nuestros jóvenes que, inevitablemente conduce a la incapacidad para satisfacer las necesidades que demandan las empresas.

Pero, lo que más sorprende es que todos aquellos a los que, de vez en cuando se les llena la boca de expresiones como que “es necesario un pacto nacional por la educación” y recursos retóricos vacuos semejantes, nunca argumentan nada medianamente racional, nunca mencionan ninguna medida que, pretenda mejorar la actual situación de indigencia y que, vaya en la dirección de que los jóvenes tengan salidas profesionales y empleos duraderos.

Por un lado tenemos a la izquierda española que nos vende constantemente la idea de que la culpa de todo la tienen los empresarios, esos bandidos que se niegan a contratar a la generación de jóvenes mejor preparada de la historia de España y que, cuando lo hacen les ofrecen sueldos irrisorios y regímenes poco menos que esclavistas (esta historia macabra también se vende en los centros de enseñanza, desde el parvulario a la universidad, y se ve reforzada por los medios de información “progresistas”).

Pero la triste y cruda realidad es muy diferente, esos sapientísimos y cualificadísimos jóvenes, son generalmente analfabetos funcionales, y muchísimos de ellos no dominan su propio idioma y la mayoría tendría enormes dificultades para superar las antiguas reválidas que, ahora tanto se denostan y demonizan. Sí, son muchos los que apenas saben hacer la “o” con un canuto, y por no saber, algunos no saben qué es un canuto.

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Y, por otro lado, está la derecha boba que, se ha adherido, también, al consenso socialdemócrata y al discurso igualitarista, hasta el extremo de que algunos de sus miembros han llegado a afirmar que, una posible solución para acabar con la precarización de la enseñanza, el fracaso escolar y el abandono temprano de los centros de estudio, era permitir pasar de curso con suspensos… e incluso promocionar al bachillerato de ese modo.

¿Se trata de una burla cruel o de sadismo?

De veras, es llamativo que sigan administrándole al enfermo una medicación que, a todas luces hace que empeore su salud. Es aquello muy común, de haber emprendido un camino equivocado, darse cuenta de que no conduce a ningún lado, y en lugar de volver al comienzo del sendero –para tomar el camino correcto-, seguir, seguir hacia delante, y repetir una y otra vez que ya se encontrará un atajo, y que bastantes dinero, tiempo y energías se han invertido ya, como para volver al principio… Sería reconocer que se ha emprendido un camino equivocado, pero eso será lo último que hagan nuestros actuales gobernantes, sean en las taifas hispánicas o en el gobierno de la nación.

Por supuesto, todos, el gobierno y la oposición nos dirán que les preocupa la mejora la empleabilidad de los jóvenes y que están estudiando la manera de procurarles ese empleo estable por el que dicen “apostar”. Aunque siempre olvidan decirnos que el dinero que apuestan no es el de ellos, sino el nuestro.

Y no se trata, solamente de que en las universidades españolas entren muchos malos estudiantes, sino que la mayoría de ellos acaba consiguiendo el título sin apenas hacer esfuerzo, y por supuesto con muy escasa formación. Y todo ello se da por la sencilla razón de que, en la enseñanza universitaria española, tal como en el resto de los centros y niveles educativos está proscrito el mérito y el esfuerzo, y apenas sirve de guardería en la que se aparca a nuestros jóvenes, a los que se les crea falsas expectativas, se les engaña, y se les acaba suscitando frustraciones.

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Claro que, a quienes parasitan a nuestra costa y viven de nuestros impuestos, todo esto les importa un bledo.

Y mientras tanto, existe una enorme cantidad de padres españoles que parecen estar satisfechísimos, enormemente orgullosos con la idea de tener en casa uno o varios titulados universitarios, y orlas que colgar en las paredes… pero con conocimientos, y capacitación que, la empresa privada no pide (tampoco la pública), titulados universitarios que tienen como futuro inmediato el desempleo.

Llegados a este punto, la única conclusión posible es que todos los españoles, salvo honrosas excepciones, viven felizmente engañados.

Pasemos a hablar de la “burbuja universitaria”:

España vive en una continua burbuja, que cambia de forma y de tamaño; la tendencia al endeudamiento, al despilfarro, por parte de las administraciones es enfermiza, obsesiva. Tenemos –y sufrimos- la burbuja de los aeropuertos, también la del AVE, la de las autopistas de peaje y las denominadas “radiales”, la burbuja de las cajas de ahorro… y por supuesto, no podemos olvidar la más famosa de todas: “la inmobiliaria”. Pero de la que apenas nadie habla, y cuando reviente puede tener resultados catastróficos, es de la burbuja universitaria.

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¿De veras en España son necesarios 2500 grados y casi 3000 másteres?

España posee más de 1,5 millones de estudiantes universitarios, frente a una población de 3,23 millones de sus mismas edades, es decir una tasa del 47%, lo que nos sitúa en la parte más alta de la lista de países de UE.

En España hay carreras similares, con el mismo programa de estudios, a las que, las universidades les ponen nombres diferentes -cada vez más rimbombantes- con la intención de hacerlas más atractivas pues entre las diversas universidades hay una encarnizada competición en lo de captar alumnos-clientes. Tal es así que, hasta la universidad más pequeña de España ofrece la misma lista de titulaciones que la más grande, pues todos los papás desean que sus hijos estudien cerca de casa.

Otra causa de la desmesura, del exceso de grados y de másteres de nueva creación, es la lucha permanente entre departamentos de las diversas facultades universitarias por conseguir capacidad de influencia. Cada departamento es una taifa que aspira a conseguir el mayor número posible de alumnos, para poder pretextar la necesidad de aumentar el número de profesores, y así y conseguir más poder.

Casi todos los departamentos ofrecen su propio grado, un esperpento, pura demencia. Ofrecer más titulaciones es la excusa perfecta para reclamar más puestos de trabajo. Hasta el extremo de impartirse másteres con escasamente una decena de alumnos.

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Existe una hiperinflación, una enorme burbuja de titulaciones: infinidad de títulos que se crean, no para atender a la demanda de los estudiantes sino, para justificar la contratación de profesores, y para conservar sus empleos. Y la calidad de la mayoría de las titulaciones deja mucho que desear…

Y la gran paradoja es que cada año que pasa hay menos jóvenes que el año anterior, y por lo tanto una demanda a la baja, debido al descenso de la natalidad. A pesar de ello, la oferta de titulaciones con baja demanda sigue persistiendo y vuelve a incrementarse, sin que nadie la cuestione ni esté por la labor de ponerle remedio a tamaño desbarajuste.

España cuenta con 83 universidades y más de 240 Campus presenciales, es decir 25 universidades por cada millón de personas en edad universitaria; 1,78 universidades por cada millón de habitantes.

Hablo de una descomunal burbuja a la que nadie pretende poner fin. Y lo peor de todo es que se siguen abriendo nuevas universidades, al ritmo de una por año, y como consecuencia, a corto o medio plazo habrá facultades universitarias en las que muchos profesores no tendrán alumnos o que el número de horas semanales sea auténticamente ridículo.

¿Cómo podemos mantener, pagar, todo esto? Pues, no olvidemos que “nada es gratis”. ¿Estamos dispuestos a seguir malgastando, despilfarrando, derrochando tales cantidades de dinero, con la intención de mantener a nuestros hijos al lado de casa, y para obtener un título sin apenas valor?

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Como resultado de lo que vengo narrando, en España existe una minoría de jóvenes altamente especializados, y realmente bien preparados que, generalmente son hijos de padres que se pueden permitir enviarlos a prestigiosas universidades privadas, en España, o en el extranjero. Y obviamente esos jóvenes acaban teniendo más posibilidades de optar a mejores puestos de trabajos y conseguir altos salarios. Y, por otra parte existe una enorme cantidad de titulados universitarios, con formación escasa, precaria que tiene muy difícil, por no decir imposible, acceder a empleos bien pagados.

Ni que decir tiene que este círculo vicioso irá aumentando de forma exponencial a medida que se vaya generalizando la mecanización y robotización de los diversos sectores de la economía.

Frente a esto, solo caben dos soluciones. Una a largo plazo: aumentar la natalidad, e incluso si así se hiciera, tampoco tiene demasiado sentido mantener tal número de centros universitarios. Otra opción sería darle otro uso a multitud de instalaciones universitarias, cerrar algunas de ellas y recolocar a los profesores en otros centros, e incluso, más todavía: reciclar a parte del profesorado universitario, para que preste mejores servicios a los españoles, en otros ámbitos.

Es mucho más barato becar al conjunto de alumnos existentes, más de 1,5 millones con 12.000 euros/año, para que vayan a las mejores universidades, que mantener la burbuja universitaria, la multitud de facultades universitarias que en muchos casos no poseen ni calidad ni excelencia.

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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