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Opinión

General, coronel: “La deslealtad, una enfermedad autoinmune”

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Hace un par de años, en una reunión multicultural, oí de labios de uno de los participantes una afirmación a propósito del futuro de Europa que me llamó entonces la atención y sobre la que no he dejado de reflexionar. Dijo:

“El futuro de Europa estará en manos de quienes tengan ley y sean fieles a ella”. Y, en conversación privada, explicitó que le había impactado cómo en muchos y muy distintos sentidos, en España estábamos perdiendo el respeto por la ley; esto es, observaba cómo, en general, el pueblo español había entrado en un proceso de pérdida de la lealtad como la vuestra.

  1. Efectivamente, la filología nos muestra la conexión etimológica entre lealtad y ley. Así, el diccionario de la RAE recoge, como uno de los sinónimos de lealtad, la palabra legalidad. El significado se enriquece cuando a la anterior familia léxica (ley, legalidad, lealtad) se le añade la idea de fidelidad. En este mismo diccionario se define lealtad como el ‘cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad…’, y se considera leal al que ‘guarda a alguien o algo la debida fidelidad’.

Por oposición, son evidentes los sentidos de deslealtad sobre los que más adelante trataré, justificando, al hacerlo, el título que encabeza este artículo. Pero volvamos de nuevo a la idea de lealtad para poder entender luego lo que comporta su ausencia. Nuestra tradición literaria, a la que por formación y vocación profesional recurro frecuentemente, nos brinda, como siempre, ejemplos sustanciosos en los que apoyarme. Releyendo estos días pasados el Libro de los doce sabios, también llamado Libro de la nobleza y lealtad, encontré en el capítulo I, titulado “De las cosas que los sabios dicen y declaran en lo de la lealtad”, un conjunto de consideraciones sobre lo que puede entenderse por lealtad. Los distintos sabios, de manera concisa, van exponiendo qué es la lealtad. Entresaco algunas de las definiciones más interesantes:

Lealtad es muro firme.

Lealtad es morada por siempre.

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Lealtad es árbol fuerte.

Lealtad es prado hermoso.

Lealtad es vida segura y mente honrada.

Lealtad es madre de las virtudes…

Lealtad es movimiento espiritual, arca de durable tesoro, raíz de bondad, destrucción de maldad, libro de todas las ciencias…

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Notemos que en estas definiciones se insiste en la idea de firmeza: muro firme, morada siempre hermosa, árbol con raíces profundas, prado siempre verde, etc. En este mismo libro, en el capítulo XXIV, se insta a amar a quienes son leales, pues su firmeza llega a tanto que son buen cimiento sobre el que poder construir. La bondad del hombre leal se deriva, en conclusión, de la seguridad que da el saber que ni todo el oro del mundo será capaz de torcer su voluntad: Ama a los leales y témplalos en su codicia, y a los que son de buena voluntad, y sobre estos tales afirma, como quien arma sobre buen cimiento, y puedes fiarte totalmente de ellos; aunque no tengan muchos tesoros, hallarás en ellos muchedumbre de buenas obras y de virtudes que te tendrán más provecho, porque no se puede comprar la virtud del hombre bueno y leal; que el codicioso desordenado hoy te dejará por otro que más le dé, aunque le hayas hecho todos los bienes del mundo; que donde hay mucha codicia no puede haber amor, ni fe, ni lealtad, sino todo movimiento de voluntad y obra. De esta firmeza deriva la fidelidad entendida como constancia inquebrantable. Esta visión que nos ofrece la literatura es sólo una pequeñísima muestra de cómo nuestra tradición cultural española ha ido conformándose de acuerdo con unos valores dignos de ser tenidos en consideración, y la lealtad ha sido uno de ellos; una lealtad referida tanto a la observancia de la ley como al respeto a la palabra dada.

  1. Me interesa señalar aquí un tipo de lealtad muy peculiar: aquella que el ser humano debe tener a sus raíces, a lo que lo ha ido formando como persona en sus distintas dimensiones, familiares, sociales, religiosas, etc. El problema que, a mi modo de ver, se presenta en el mundo actual es una cuestión de pérdida de la lealtad en campos en esferas muy amplias del comportamiento humano, conscientemente por parte de unos, como vosotros, con todo lo que ello supone, mientras que en el caso de otros se trata de deslealtad por ignorancia culpable. A esto se añade una infravaloración de la lealtad, que es tildada despectivamente de “conservadurismo” o de “inmovilismo” recalcitrante. Puestas las cosas así, los leales parecen una especie rara salida de las cavernas. Para entender la lealtad hay que recurrir a las nociones de firmeza, de respeto a la ley y cumplimiento de ésta; en tanto que la deslealtad va asociada a la traición, al desprecio de la ley y, como consecuencia de ello, a su incumplimiento.
  2. Hay, además, otros rasgos que, en mi opinión, deben asociarse a la falta de lealtad. En el título que encabeza estas reflexiones he considerado que la deslealtad es una “enfermedad autoinmune”. Me he permitido utilizar esta metáfora que, de una manera plástica, ilustra el análisis de la deslealtad.

Permítaseme la comparación de la actuación humana con el funcionamiento de un organismo vivo, el cuerpo humano, por ejemplo. Parece evidente que, para conservarse sano en medio de un ámbito lleno de agresiones, el organismo debe reconocer lo suyo como suyo, y lo ajeno como ajeno, es decir, debe reconocer su propia identidad; de este modo, el organismo rechaza cualquier elemento externo que quiera entrar en él. Una enfermedad autoinmune es aquélla en la que el sistema inmunológico está dañado y el organismo no reconoce lo propio como propio, de manera que se ataca a sí mismo. Confunde sus propios elementos con los factores externos y, sintiéndose atacado, reacciona perjudicándose a sí mismo. Estas enfermedades no tienen cura, tan sólo se aplican remedios de contención. Siguiendo esta analogía, creo que la persona que deliberadamente pierde su arraigo queda, por una parte, desprotegida y expuesta a dejarse invadir por creencias, modos de vida y de actuación que no son los suyos; y, si por otra, reconoce lo suyo como ajeno, se ataca a sí misma perjudicándose seriamente.

  1. El paso previo a que una persona actúe es reconocer lo que Julián Marías ha llamado su “instalación”. Dice este filósofo: “La vida humana acontece en una gran instalación, unitaria como la vida misma, pero articulada en varias, de las que el hombre toma posesión al vivir, a la vez que realiza un análisis de ellas. Vivir consiste en proyectarse vectorialmente desde las instalaciones, en actos definidos por una orientación y una magnitud o intensidad variables. La consideración moral se ha concentrado siempre en los actos, en su encadenamiento en conductas, y ha desatendido las instalaciones previas de donde parten los vectores, condicionados por ellas”.

Se podría pensar que las instalaciones, como estructura biográfica del estar, no son “actos”, sino algo “estático”, fuera del ámbito de la moralidad. Pero nada es estático en la vida humana: estar no es un mero “estar entre las cosas”, porque la realidad personal es enteramente distinta de la que pertenece a las cosas, y el estar del hombre es estar viviendo. Los rasgos morales o inmorales se dan ya en la manera de estar instalado. El reconocimiento de la propia instalación debe suponer el reconocimiento de las raíces personales, sociales y culturales que ha de provocar en el sujeto una actuación consecuente y una adhesión a un grupo social cuya cohesión puede ayudar a la persona a mantener su identidad en momentos en los que la lealtad se le presente como una dificultad.

La deslealtad, tomada en el sentido de no respetar lo propio y no serle fiel, lesiona de tal forma a la persona que hace que ésta se dañe a sí misma. Quien no se siente enraizado en una instalación sufre dos graves consecuencias: lo propio, a fuerza de no asumirlo, se puede llegar a perder, y lo ajeno suele ser un postizo que no encuentra a veces dónde prenderse. He aquí por qué la deslealtad puede presentarse como una enfermedad autoinmune: perjudica a quien es desleal y a la colectividad a la que el desleal pertenece. Despreciar lo que ha constituido las raíces de una persona y convertirlo en enemigo no es ningún signo de apertura a otras culturas. No puede, pues –creo yo–, presentarse esta renuncia como algo positivo. Insisto en esta cuestión porque algunas voces que hablan en nuestra sociedad entienden que es una señal de respeto hacia otras culturas desenraizarse y desprenderse de la propia. Grave error me parece éste porque defiendo que, justamente, sucede lo contrario: cuanto más respetuoso se es con lo propio más respetuoso se es con lo ajeno. Quien tiene ley y es leal a ella puede convivir con otro que también lo sea, aunque a una ley diferente.

  1. Pero, ¿por qué motivos se es desleal? ¿Cuál es la causa por la que una persona se perjudica a sí misma y al colectivo del que forma parte? No hay que indagar mucho para averiguarlo. Los sabios de las épocas pasadas ya nos daban la respuesta: la codicia y el poder hacen que el hombre rompa su fidelidad y traicione a los suyos, como leemos en el Libro de los doce sabios: “donde hay mucha codicia no puede haber amor, ni fe, ni lealtad, sino todo movimiento de voluntad y obra”. Estos desleales son conscientes de su traición a la ley y, para ocultar su vergüenza, suelen poner en marcha una maquinaria propagandística en la que se invierten los términos, disfrazando la deslealtad de tolerancia y equiparando la lealtad con la intransigencia, ejemplo vuestro a las nuevas generaciones militares. El resultado es una atmósfera social en la que la corriente lleva a aceptar la falta de respeto a la ley como algo socialmente positivo y prestigioso. La “masa”, formada por ignorantes culpables, sigue la corriente.

Vosotros de personalidad amorfa traicionáis la ley para no diferenciaros del grupo y formar así parte del colectivo de los “tolerantes”. Con frecuencia oímos decir frases como “yo respeto todas las ideas”, como si todas las ideas, incluso las contrarias a la ley, fueran ellas –y no las personas– las dignas de respeto.

  1. Hay que tener en cuenta todas estas consideraciones para llegar a hacer compatibles lo que llamamos identidad y diferencia. Compartir la noción de lealtad, aunque ésta vaya ligada a contenidos histórico-culturales distintos, puede permitir encontrar algo común desde donde trabajar para llegar a una entente intercultural. Intentar el diálogo con quienes son leales, esto es, con quienes asumen en sus vidas el respeto a la ley, debe ser el punto de arranque de un proceso de aproximación y comprensión mutuas. Es como jugar una partida en la que los jugadores conocen las reglas del juego y las respetan; sólo así es posible llevarla a cabo. Cuanto más se acepta la propia identidad, tanto más se respeta la identidad de los otros. El diálogo entre culturas sólo puede emprenderse si se mantienen la identidad y la diferencia. Más adelante ya se examinarán los puntos comunes de las respectivas leyes que puedan permitir establecer puentes de entendimiento. Es éste un proceso más largo para el que se necesita tiempo. Lo que de ninguna manera debe hacerse es iniciar este proceso partiendo de la traición a la propia ley.
  2. Cuando hace años, falleció Juan Pablo II, reflexioné sobre una pregunta que aparecía repetida en las televisiones italiana y francesa, cuando los entrevistadores o comentaristas hacían algunas consideraciones sobre lo paradójico de un papa como Juan Pablo II, que había sido muy avanzado en cuestiones de orden sociopolítico, pero conservador en cuestiones morales. Curiosamente, la televisión rumana no se planteaba estas elucubraciones porque es evidente que los países del Este han valorado la figura del papa con unos parámetros que no son los de Occidente. Traigo aquí a colación este hecho porque, para mí, no ha habido ninguna paradoja ni contradicción en la actuación de Juan Pablo II, ya que, como ya he dicho antes, no se trata de conservadurismo o progresismo, sino de situar el comportamiento de este papa en los términos justos: estamos ante una cuestión de lealtad puesto que Juan Pablo II ha sido firme en el respeto y cumplimiento de la ley –de la Ley de Dios, evidentemente–, y esta lealtad ha sido llevada a todos los campos. Y así, por ejemplo, el mandamiento de no matar lo ha defendido en el plano social, político, moral, etc., a pesar de las presiones de todos los tipos que ha tenido que soportar. Lo mismo puede decirse del papa Benedicto XVI, quien ha dado constante testimonio de lealtad y fidelidad a la doctrina cristiana. Mal nos va a ir si nos dejamos enredar en un perverso juego terminológico que desvíe el significado de la palabra “deslealtad”, haciéndolo derivar hacia sentidos que connoten mentalidad abierta, progreso o tolerancia. El desleal es eso: un desleal. Llamar a las cosas por su nombre empieza a convertirse en un reto en los tiempos en los que nos ha tocado vivir, pero vale la pena aceptar el desafío. Volviendo al comienzo de este escrito, si, como en efecto creo, el augurio sobre el futuro de Europa –y esto puede hacerse extensivo a otros continentes– fuera cierto, nos queda mucha tarea por delante. Los tiempos que corren nos reclaman una humanidad idéntica y diferente en convivencia. Urge, pues, que los abanderados de la lealtad sean los primeros en mover ficha.

General, coronel, no os quepa la menor duda que moveré ficha con contumacia, es decir, para que lo tengáis claro, “firme en mi comportamiento, actitud, ideas e intenciones, a pesar de castigos, advertencias o consejos”.

No me producís ningún respeto.

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Extractado de María Luisa Viejo Sánchez Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”

*Teniente coronel de Infantería y doctor por la Universidad de Salamanca

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España

Contra la debilidad mental occidental: La esclavitud en el Islam todavía sigue vigente (Y siempre ha apuntado CONTRA EUROPA) Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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Introducción a La esclavitud en el Islam, libro que estará disponible en breve.

Durante siglos, especialmente del XVI a principios del XIX, nuestras costas fueron hostigadas por piratas berberiscos. Querían vengar la “pérdida de Al-Andalus” (esto es, la Reconquista). La captura de poblaciones costeras del norte del Mediterráneo para venderlas en los mercados de esclavos del Magreb o negociar su rescate se convirtió en una práctica habitual entre las poblaciones del norte de África. Quienes practicaban estas razzias, que hacían imposible la vida en nuestras costas, eran considerados “yihâdistas”. Este comercio de esclavos europeos existió, por mucho que los “multiculturalistas” de hoy quieran olvidarlo.

Todavía ningún gobierno del Magreb se ha disculpado por estos actos.

*    *    *

LA CAÍDA DEL PRIMER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

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EUROPA NECESITA TRABAJADORES

Hoy, ya nadie puede dudar que el primer argumento que se utilizó para justificar la presencia de compactos núcleos musulmanes en Europa Occidental –aquel que afirmaba que eran necesarios inyectar inmigrantes para pagar las pensiones de los abuelos…– era una simple falacia. La realidad es que, las pensiones de los abuelos –yo lo soy– pierden cada día poder adquisitivo porque a los gobiernos de nuestro entorno les es necesario comprar la “paz étnica y social” subvencionando a los recién llegados. No hay dinero para todos. Y los que llevan las de perder es la parte más débil: los jubilados. La inmigración es hoy una pesada carga económica para todos los Estados que se han negado durante décadas a controlarla.

Desde, como mínimo, 2008, la inmigración ha variado su carácter; hasta ese momento, podía pensarse que los motivos del desplazamiento hacia España se debían a la posibilidad de integrarse en nuestro mercado laboral y, en especial, en el sector de la construcción. Pero, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, con la mecanización progresiva de la agricultura, las deslocalizaciones y el proceso de desindustrialización creciente, es casi seguro que, hoy, pocos de los inmigrantes que llegan a España, –especialmente los que no tienen ningún tipo de cualificación profesional (esto es, la mayoría)–, tengan como proyecto personal integrarse en el mercado laboral y vivir del propio trabajo, ahorrar para volver al país de origen con capital suficiente para emprender una nueva vida.

Se suele creer que las motivaciones de los inmigrantes en el siglo XXI son las mismas que las de los españoles, portugueses e italianos que se desplazaron a Francia, Suiza, Alemania, Benelux, en los años 50 y 60, para reconstruir países que habían sido demolidos por la Segunda Guerra Mundial. En aquella inmigración existía la voluntad de trabajar durante unos años en unos países con unos niveles salariales mucho más altos, poder ahorrar llevando una vida austera (pero no miserable), acumular cierto patrimonio que les permitiera abrir un pequeño negocio o, simplemente, comprar una vivienda al regresar a la Patria. Esa inmigración, no es la actual.

Nuestros inmigrantes querían regresar –en grandísima medida– al país que habían abandonado. Iban a trabajar, a esforzarse, a partirse el espinazo para llevar a la práctica un proyecto personal legítimo y que enriquecía a todas las partes: a los receptores de inmigración porque sabían que los recién llegados eran gente dura y dispuesta a trabajar. A los inmigrantes porque, a cambio de su trabajo, recibían un salario muy superior al del mismo oficio en España y podían ahorrar. Al país emisor de inmigrantes porque allí recibían formación y volvían con una capacitación laboral superior a la que habían partido, sin olvidar que su trabajo en el extranjero generaba unas divisas preciosas en aquel momento para garantizar intercambios comerciales. Aquellos inmigrantes –nuestra inmigración– no planteaban problemas de convivencia, ni choques culturales; fieles al dicho “donde fueres, haz lo que vieres”, nuestra gente se integró perfectamente en la sociedad que los recibió. Nada de todo esto vale para el actual fenómeno migratorio.

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Ya no hay países en Europa Occidental que precisen ser reconstruidos después de una guerra. Tampoco hay un mercado laboral en expansión que permita pensar que, sin un alto nivel de cualificación y sólo en determinadas profesiones, vayan a encontrar trabajo bien remunerado. Ni siquiera para españoles, los salarios medios –a la vista del coste de la vida– permiten ahorrar gran cosa. Ningún inmigrante, en su sano juicio, puede transmitir a otros como él que residen en su propio país, la idea de que valga la pena venir a España para trabajar: la realidad es que, aquí y ahora, el poco trabajo que existe para gentes con poca o nula cualificación profesional, no permite ni vivir dignamente, ni mucho menos ahorrar. Entonces ¿por qué viene la inmigración?

Vale la pena no engañarse al respecto. Y los medios de comunicación, así como los diferentes gobiernos, de derechas y de izquierdas, llevan casi treinta años engañándose y falseando datos, cifras y circunstancias. No hay otra forma de definir la actitud de quienes niegan los problemas que se han generado a causa de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada.

LA CAÍDA DEL SEGUNDO ARGUMEN IMIGRACIONISTA: 

“WELCOME REFUGIES”

Si bien es cierto que, hoy, ya nadie se atreve a sostener que, gracias a la inmigración, se van a poder “pagar las pensiones de los abuelos”, las justificaciones se han convertido en cada vez más extemporáneas, ridículas, ignorantes e, incluso, frecuentemente, entre los portavoces gubernamentales, zafias. Caído el mito de “las pensiones de los abuelos”, el nuevo argumento nos decía que los inmigrantes no eran tales: que se trata de “refugiados”. Ser “refugiado”, al parecer, hace obligada la “solidaridad”. El perseguido merece protección y ayuda para salvarlo de su perseguidor… En algunos casos, los menos, los recién llegados son “refugiados”. Pero, incluso, en esas circunstancias, cabe preguntarse: ¿y por qué un “refugiado afgano” elegirá vivir en Europa Occidental y no en Paquistán, en la India o, incluso en el sudeste asiático, países mucho más próximos, en todos los sentidos, a su patria originaria?

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Por otra parte, si existen “refugiados” es porque tal o cual país los genera y la situación allí es insoportable, por tanto, si se trata de admitir, por ejemplo, subsaharianos, vale la pena recordar que, en cualquiera de aquellos países, en toda África y en buena parte de Asia, casi sin excepción, la “democracia” es una palabra que no tiene el mismo significado que en Europa. De los 1.200 millones de africanos, la inmensa mayoría podrían ser considerados como “aspirantes a refugiados”, a la vista de que existen diferencias abismales entre los “derechos humanos” tal como se contemplan en Europa y como se practican en África.

Pero, Europa no puede admitir a 1.200 millones de inmigrantes que, por lo demás, deberían entender que ellos, para prosperar, sería oportuno que trataran de hacer cambios en su país, antes que adoptar la solución más cómoda de mudarse a otro… ¿a cuál? Y esta es el nudo de la cuestión: no se trata de países en los que exista un mercado laboral floreciente, ni aquellos otros más próximos al lugar de origen, para mantener el contacto con sus raíces, sino de aquellos en los se vive mejor y, lo que es aún más importante, donde se garantizan subvenciones solamente por llegar y en donde todo, absolutamente todo, está permitido (o poco menos). Ese es el centro de la cuestión que políticos y medios pretenden escamotearnos.

No hay nada más opaco en la actual democracia española que la suma total de subvenciones que reciben los no nacidos en España y sus hijos nacidos aquí. La falta de transparencia es, precisamente, lo que permite sospechar. Recientemente se ha publicado la cifra de que algo más de 2.000.000 de inmigrantes viven de subsidios públicos. El misterio está lejos de quedar resuelto, porque no se dice cuántos antiguos inmigrantes que han logrado naturalizarse como “españoles”, siguen subsidiados. Por otra parte, haría falta especificar qué tipo de subsidios reciben: en España existen muchos de tipos de ayudas y de pensiones no contributivas. Todo ello hace sospechar que las cifras son muchísimo mayores y es legítimo pensar que pueden ser, incluso, el doble o el triple, incluso, de las dadas. Por lo demás, no se especifica el volumen total de subsidios y subvenciones por distintos conceptos, ni los dados por las distintas administraciones, que van a parar a lo que en Francia se ha llamado “la aspiradora de recursos públicos”, esto es, la inmigración. La opacidad de las cifras, en efecto, no hace nada más que aumentar las sospechas.

LA CAIDA DEL TERCER ARGUMENTO INMIGRACIONISTA: 

“VIENEN PARA CONTRARRESTAR LA BAJA NATALIDAD”

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Luego está el argumento de la crisis de la natalidad en España. Era lo que podía esperarse: la elevación constante del coste de la vida, hace imposible el que se puedan formar parejas e, incluso, que una vez formadas, decidan tener hijos. La paternidad es una aventura que muy pocos se atreven a afrontar. Para hacerlo es preciso tener seguridad de que se podrá mantener a los hijos. Nadie está dispuesto a ofrecer tales garantías. Sin embargo, es un problema político: hubiera bastado con atribuir prioridad en beneficios sociales y ventajas fiscales a las parejas españolas que deseen tener hijos, garantizar su prioridad a la hora de obtener viviendas sociales, y simples campañas en pro de la natalidad, para que se estimulara la natalidad entre nuestra gente. No se hizo, ni se tiene intención de hacer. Si se hubiera empezado a hacer en 1996, cuando Aznar abrió las puertas a la inmigración, hoy tendríamos una generación de 28 años y un país homogéneo. Se hizo –y se hace– justo lo contrario: confiar en que gentes llegadas de todo el mundo salvarían la natalidad en España.

Desde el año 2000, en las cuatro provincias catalanas los nacidos en la noche del 31 de diciembre al 1 de enero de cada año, son en su inmensa mayoría hijos de nacidos en el extranjero. Pero, salvo entre las mujeres subsaharianas, el número de hijos va disminuyendo incluso dentro de la inmigración. Los inmigrantes andinos, por ejemplo, se han configurado como los primeros y principales usuarios de los servicios de aborto gratuito y de “píldora del día después”. La ruptura de la unidad étnica de España ni siquiera ha servido para que la natalidad remonte o para que se repueblen zonas “vacías”.

LA ÚLTIMA TRINCHERA INMIGRACIONISTA: 

“TENEMOS UNA DEUDA CON EL TERCER MUNDO Y SE LA VAMOS A PAGAR”

Caído el mito de “los que vienen a pagar las pensiones”, en un momento en el que ningún alcalde que quisiera mantenerse en el consistorio se atreve a colocar pancartas con el “Welcome refugies”, cuando se ha visto a las claras que la inmigración no resuelve el problema de los nacimientos, sino que complica la convivencia, ahora, como última trinchera inmigracionista, el argumentario se ha desplazado a otro frente; nos dicen: “estamos obligados a admitir a todos los inmigrantes que quieran establecerse en nuestro suelo y a mantenerlos, incluso, porque, se lo debemos”.

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Nos dicen que Europa “debe” a los inmigrantes del Tercer Mundo el haberlos explotado como colonias. Repiten, para bloquear a los más sensibles, que los europeos “somos responsables” de haber esclavizado a los africanos y que les debemos una compensación. Por eso están aquí, por eso estamos obligados a subsidiarlos… Es un argumento que tiene su fuerza, pero que no deja de ser otra falacia.

No solamente no fuimos esclavistas –valdría la pena, ya que estamos en esto, elaborar un censo de familias europeas que se dedicaron a la trata de esclavos, porque sería, en última instancia, a ellos a los que les correspondería pagar indemnizaciones, no a la totalidad de un pueblo– sino que, además, durante siglos, los europeos que vivían en las costas mediterráneas (pero, también, incluso en las del sur de Gran Bretaña y en Irlanda) corrían el riesgo de ser secuestrados ellos y sus hijos, saqueados sus bienes e incendiados sus pueblos, por parte de piratas berberiscos; una práctica que se prolongó hasta principios del siglo XIX. Unos fueron esclavizados de por vida, los otros extorsionados pidiendo fabulosos rescates, otros murieron sin dejar huellas… Sin olvidar, claro está, que el grueso de traficantes que capturaban esclavos en África eran árabes y que se beneficiaban de pactos con tribus africanas que los obtenían de tribus vecinas.

Sería bueno presentar una reclamación de cantidad por los millones de europeos, especialmente de los países mediterráneos, de los países eslavos, e incluso del Reino Unido, que fueron secuestrados, esclavizados, obligados a vivir en condiciones infrahumanas, asesinados y muertos de agotamiento en tierras del Magreb

Aquellas exacciones berberiscas han dejado recuerdos imborrables en nuestro folklore, en nuestra literatura e, incluso, en la configuración de las costas (las “torres de guaita” tan habituales en la costa catalana no eran para admirar la belleza del Mediterráneo, sino para vigilar la llegada de piratas berberiscos). Aquel valeroso soldado que recibió dos disparos de arcabuz en el pecho y en el brazo izquierdo, en la gloriosa jornada de Lepanto, Miguel de Cervantes, dejó constancia en El Quijote de sus nueve años de cautiverio en Argel.

Los grandes olvidados de la historia europea, son los millones de antepasados esclavizados en tierras islámicas. Los europeos no somos los “malvados” de esta historia. El colonialismo se explica en gran medida por las constantes molestias generadas por la piratería islámicaberberisca y otomana. Quienes la practicaban eran asimilados a yihadistas: y lo hacían con saña y con odio acumulado. La negativa a erradicar la esclavitud, hizo necesaria la intervención europea con la consiguiente disolución de los “mercados de esclavos” que todavía existía en el siglo XIX en el Magreb. No “debemos” nada: nos deben una reparación de aquellos crímenes contra los pueblos europeos.

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