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Opinión

Contra la democracia y contra el consenso

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En España hay siete clases de españoles… sí, como los siete pecados capitales.

1) los que no saben;
2) los que no quieren saber;
3) los que odian el saber;
4) los que sufren por no saber;
5) los que aparentan que saben;
6) los que triunfan sin saber, y
7) los que viven gracias a que los demás no saben.

Estos últimos se llaman a sí mismos “políticos” y a veces hasta “intelectuales”. Pío Baroja.

Aprovecho para recomendar la lectura de su trilogía “La lucha por la vida”, escrita en la primera década del siglo XX, especialmente a las víctimas de las diversas leyes educativas “progresistas”.

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En los tiempos que corren, se oyen por doquier frases tales como: “mi opinión también es tan respetable e importante como la tuya”, “porque, no me negarás que yo también tengo derecho a opinar, sobre tal o cual cosa”, “es increíble lo intolerante que eres, no respetas las opiniones ajenas”… y lindezas por el estilo. Y… ¿Por qué la opinión de cualquiera es importante? ¿De veras existe el “derecho a opinar”, en qué consiste tal “derecho”?, ¿Qué significa eso de que todas las opiniones son “respetables”, por qué hay que “respetar” las opiniones ajenas?

Una de las creencias más extendidas después de años de adoctrinamiento “igualitarista” es la de que todo el mundo tiene algo que decir, e incluso, en los colegios y demás centros de estudios, se repiten, como si de dogmas de fe se tratara, frases tales como “los profesores tienen mucho que aprender de sus alumnos”. Da igual la condición del individuo, si es muy inteligente o no, da igual su cociente intelectual, su formación académica, sus años de estudios, su experiencia profesional, o su experiencia vital, todos tienen algo que decir; toda la gente es digna de opinar aunque no tenga ni la más remota idea de qué va el asunto, el caso es “ejercer su derecho”, y como bien se sabe, en España, en este momento derecho es sinónimo deseo.

Nadie debe ser tan reaccionario, tan retrógrado como para no tener en cuenta los derechos ajenos, eso es cosa de fachas e intolerantes, ¿O no?

El asunto ha llegado a tal extremo que todos esos tópicos se han transformado en inapelables, incuestionables… y, ¡ay de aquel que se atreva a disentir!, puede ser linchado metafóricamente hablando, y corre el riesgo de serlo no tan metafóricamente.

En España ha llegado a convertirse en un pecado social no comulgar con tales afirmaciones. Claro que, no es de extrañar que las cosas estén “así”, después de que la gente haya visto, y oído, año tras año a “opinadores”, “creadores de opinión”, tertulianos, hablar, hablar, hablar de trivialidades, vulgaridades, nimiedades, con absoluta solemnidad, como si realmente estuvieran diciendo algo notable, fuera de lo común y en el convencimiento de que son personas ocurrentes, ingeniosas, o algo parecido; y por descontado, cada vez que hablan lo hacen ex cátedra, o al menos esa es la impresión que causa en muchos de quienes los “escuchan” (ahora ya no se dice oír, eso ya es una antigualla) de manera que para el común de los mortales, muchos de ellos gozan de un gran prestigio, de un enorme predicamento –por supuesto inmerecido-, y todo ello se convierte en un círculo vicioso, pues la gente suele recurrir con frecuencia a aquello del “principio de autoridad” para argumentar y apoyar sus opiniones; y claro, si lo ha dicho alguien que sale en los “medios”, eso es veraz, y va a misa. (argumentum ad verecundiam, argumento de autoridad o magister dixit, “falacia lógica” consistente en defender algo como verdadero porque, quien es citado en el argumento, tiene reconocida autoridad en la materia).

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Ni que decir tiene que, todo lo que sale de las bocas de los “opinadores” lo aderezan –aunque no todos, claro- lo aliñan con zafiedades, palabras malsonantes, procacidad, y multitud de ingredientes más; y en muchas ocasiones con voces, gritos, desplantes, que la gente ha acabado integrando en sus esquemas de pensamiento y de acción como “algo normal”; si lo hacen los famosos, ¿Por qué yo no?

Es más, hay que llegar a la conclusión de que algunos de los personajes asiduos a los medios de información, incluso tienen el convencimiento de que la modernidad es sinónimo de transgresión y extravagancia.

Y, como es lógico, se recolecta lo que se siembra.

Se les vende a los niños y niñas desde sus primeros años que los adultos apenas nada tienen que enseñarles, como si uno viniera al mundo con “ciencia infusa”, con un saber innato, no adquirido mediante el estudio. No es de extrañar, pues, que los alumnos no le reconozcan al profe ninguna autoridad, y tampoco piensen en la remota posibilidad de que les pueda enseñar “algo interesante y divertido” (otro de los muchos tópicos al uso) sino ni siquiera enseñarles.

Luego, para más inri, los diversos gobiernos han ido aprobando leyes, “educativas las llaman” que pretenden, dicen, acabar con las desigualdades, y por supuesto, para no perturbar a los tiernos infantes, no sea que queden impactados de tal modo que les produzca un desequilibrio emocional irreparable, han eliminado de los centros de estudio cualquier cosa que suene o huela a “selección”, notas, esfuerzo, disciplina, excelencia, y anacronismos –según su entender- por el estilo. ¡Viva la escuela, alegre y divertida! ¿Alguna vez se han dado cuenta que, en los actuales colegios, institutos, facultades universitarias, lo que siempre fue excepción, ahora se ha convertido en lo común, casi diario: la fiesta? Y de paso, tuvieron la feliz ocurrencia de instituir los llamados “consejos de centro”, pues se entiende que quienes mejor que los papás y mamás para dirigir y planificar la actividad de los centros de estudios. Ya digo, la ciencia infusa, total, ¿Para qué estudian en las Universidades los futuros profesores, si para ser enseñante vale cualquiera y cualquiera sabe?

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A punto estuvieron, también, de hacer lo mismo con los centros de salud y hospitales públicos… Al fin y al cabo, ¿No sabe toda la gente lo suficiente de salud, o más que algunos “matasanos”? Así nos va en el país en el que todo el mundo tiene derecho a opinar, como si estuviera en la taberna, hablando de fútbol, o en la peluquería hablando del famoseo.

Así que ¿Todas las opiniones son igualmente respetables?

Como se dice, también ahora, “¡va a ser que no!”

¿No sería de insensatos tener en cuenta opiniones disparatadas, de gente que lo ignora todo o casi todo de determinados asuntos? ¿Se pondría usted en manos de un cirujano ciego, por muy buena voluntad que éste tuviera?

¿No es al fin y al cabo una absoluta necedad considerar que, si algo es aceptado por la mayoría, aunque sea una sandez, hay que “respetarlo” pues es la voluntad de la mayoría, y cuando la mayoría piensa así, por algo será?

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¿No es también otra absoluta insensatez, pensar que hay que acatar la voluntad de la mayoría de la comunidad, cuando esa mayoría considera que algo es veraz, por no haberse aún podido demostrar lo contrario? (Falacia ad ignorantiam)

Podría seguir poniendo cientos, miles de ejemplos, hasta aburrir, pero no es mi intención; si lo es, por el contrario llamar la atención acerca de que ya va siendo hora de dejarse de pamplinas y empezar por decir que no solo no son respetable algunas opiniones, sino absolutamente detestables; también es momento de ponerse manos a la obra e impedir que siga habiendo mediocres, indocumentados, analfabetos en puestos de dirección, en ámbitos en los que se toman decisiones demasiado importantes para nuestras vidas. ¿Cabe mayor insensatez que el que las pruebas de selección de personal de cualquier ámbito de la Administración del Estado, sean decididas, desde el temario hasta los exámenes, por parte de gente que no reúne condiciones para presentarse a tal oposición, o más todavía, gente sin experiencia profesional ni vital, que nunca sería contratada en la empresa privada, dada su nula o casi nula cualificación?

Respecto de todo lo que vengo hablando, trata un libro publicado este año, en español, que lleva por título “Contra la democracia” y cuyo autor es Jason Brennan.

Generalmente, se da por sentado que la democracia es la única forma justa de gobierno y creemos que es honesto y de sentido común que todos tengamos derecho a voto. El libro de Brennan pretende demostrar que la realidad es muy diferente. Por supuesto, Brennan afirma que los países con democracia liberal suelen ser los más prósperos, los que más respetan los derechos y las libertades, los mejores para vivir; lo deja muy claro para que no haya lugar a equívocos. Pero lo que se le atraganta a este filósofo y politólogo estadounidense es ese ciego triunfalismo con el que, casi como si de una religión ser tratara, se celebra la democracia como el sistema más perfecto que pueda existir.

El problema de la democracia, tal como afirma Brennan son los votantes. O, más exactamente, los votantes desinformados. Son multitud los estudios revelan que son la mayoría y que muchos muestran una ignorancia extrema en cuestiones políticas. Y pese a ello, su voto vale lo mismo que el de una persona que conoce a fondo la situación real de su país. A Brennan –y no solo a él- eso le parece profundamente injusto, sobre todo porque los desaciertos, los errores que salen de las urnas acaban teniendo gravísimas consecuencias, acaban acarreando graves perjuicios para gente que no se lo merece. Para subsanar ese problema propone experimentar la meritocracia (él la denomina “epistocracia”), un sistema en el que los ciudadanos más competentes e informados posean más capacidad de decisión, de gestión, en suma, más poder político.

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Brennan considera que el modelo actual de democracia liberal debe ser sustituida por una meritocracia; un gobierno regido por una élite de profesionales que demuestren estar cualificados, en posesión de un alto conocimiento de las materias que verdaderamente afectan al progreso de un pueblo.

Brennan insiste especialmente en que, se debe evitar por todos los medios que el gobierno democrático caiga en manos de personas que solo fomentan la ignorancia, la irracionalidad o la simple inmoralidad. (Alguno habrá que recuerde que este dilema que ya fue abordado por Aristóteles, hace más de 2500 años).

Otro asunto importantísimo del que también nos habla Brennan es el de que el interés por la política no suele hacer mejor a la gente, sino que en muchos casos, incluso aunque estén bien informados, los convierte en ‘hooligans’ cuyo comportamiento lo último que hace es mejorar la sociedad en la que viven y su propia vida.

En la política abundan los fanáticos, a la manera de los seguidores de los equipos de fútbol. Jason Brennan, se nos alerta del ruido y de la furia que empieza a surgir de esa masa de votantes cuya politización ‒o en otras palabras, su extremismo de hooligans‒ alcanza la misma intensidad que su ignorancia. Una ignorancia que, en demasiados casos, no depende tanto de la incultura como de la voluntad de no saber, de su “ignorancia voluntaria”.

¿Qué origina ese nuevo perfil de activistas empeñados en dibujar el mundo a fuerza de consignas y desprecio al contrario? Como explica el propio Brennan, no se trata de un problema nuevo, y de hecho, grandes pensadores del pasado se preocuparon por esa politización de quien no comprende la política.

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Sucede que, en la actualidad, los nuevos medios de información canalizan mucho mejor la pólvora partidista, y unos clics rápidos en los hipervínculos adecuados ‒o un scrolling por las redes sociales‒ funcionan como el perfecto catalizador de la ira.

Obviamente, este asunto va mucho más allá de la contienda que se produce online. Los beneficios informativos que uno recibe de internet no son pocos, y sería demasiado simplista aislar el problema en las noticias falsas de Facebook o en los tuits de los manipuladores profesionales. En realidad, como se encarga de explicar Brennan, la clave es que nos afectan varios sesgos cognitivos ‒el de confirmación, el de disconformidad, el motivado, el intergrupal, el de disponibilidad o el de actitud previa, por no hablar de la presión social y la autoridad‒. Y el conjunto de esos sesgos, fatalmente combinado, nos lleva a rechazar evidencias o argumentaciones, a mantener creencias reconfortantes y a demonizar a quienes, simplemente, no pertenecen a nuestra tribu política.

Teniendo en cuenta lo poco, o nada, que saben los votantes ‒nos dice Brennan‒ y lo mal que procesan la información, no es sorprendente que las democracias opten a menudo por malas políticas. Pero teniendo en cuenta lo poco que saben los votantes y lo mal que procesan la información, es sorprendente que las democracias no funcionen aún peor de como lo hacen.

En este apasionante y perturbador estudio del proceso político y de las relaciones del electorado con los partidos, Jason Brennan nos plantea las consecuencias que surgen de la irresponsabilidad los votantes.
Llegados a este punto, Brennan insiste especialmente en que la democracia es un sistema que no ha de medirse por su valor intrínseco, sino por sus resultados: teniendo en cuenta si la democracia es eficaz y justa, pues de ello dependen nada menos que nuestra libertad y nuestro bienestar.

Cualquier grupo social que esté en sus cabales, cuyos miembros no estén embrutecidos o encanallados, procura evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, busca la manera de que quienes la integran se sientan miembros de una sociedad estable, perdurable, próspera; y para que eso sea posible es imprescindible que existan “absolutos”, sí, asideros incuestionables.

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Si antes afirmaba la necesidad de “absolutos/incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que hace/decide la mayoría es buena porque “son la mayoría”, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, Una democracia con “absolutos/incuestionables” solo debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique sólo, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo. La mayoría no debe poseer capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.

Para evitar males mayores de los que ya conocemos, y de los cuales se ha venido hablando en este texto, Brennan propone que se ponga en marcha algún procedimiento para que los ignorantes no puedan decidir irresponsablemente, con sus votos y nos impongan disparates y crueldades, incluso llega a afirmar que quienes voten, como quienes sean susceptibles de ser elegidos, pasen previamente un examen de actitud.

Decía el personaje de Forrest Gump que, “tonto es el que hace y dice tonterías”, evidentemente nadie puede decir de esa agua no beberé, por muy alerta que uno esté; pero lo que sí tengo claro es que, si alguien tiene la osadía de opinar, hacer juicios sobre algo que desconoce, o casi, el riesgo de decir insensateces es muy grande, así que en esos casos es mejor dejar que hablen quienes sepan, y esperar a tener suficiente información del asunto de que se trate.

¡Ahí queda eso!

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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