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Opinión

La Izquierda psicópata

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Este proyecto de Ley deja en el limbo las persecuciones y la violencia ejercida por la izquierda contra los de sus propias filas

Uno de los elementos más fascinantes del proyecto de Ley de Memoria Democrática que ha aprobado el Gobierno es el hecho de negar la existencia de víctimas de la “izquierda”, entendiendo por “izquierda” todo lo que no estuviera del lado de los sublevados contra el régimen republicano en julio de 1936.

Eso lleva a situaciones turbias, como la del estatus de algunos antifranquistas como Julián Grimau, ejecutado por las fuerzas policiales del régimen de Franco tras una denuncia por parte de su camarada Santiago Carrillo. Estragos de una memoria censurada, como estos hechos, muy bien expuestos por Carmen Grimau en su novela Porque los otros hablan en mí, recientemente publicada.

Más lejos en el tiempo, este proyecto de Ley deja en el limbo las persecuciones y la violencia ejercida por la izquierda contra los de sus propias filas. Por ejemplo, el acoso y la censura a la que los comunistas sometieron a Largo Caballero -el pobre Lenin español- tras conseguir echarlo de la Presidencia del Gobierno en mayo de 1937 (lograron, por ejemplo, que jamás volviera a hablar en público), la persecución de Prieto o, por citar el caso más beatificado de todos, el acoso a Azaña, sometido a vigilancia policial y cuyos discursos aparecían censurados en algunos de los periódicos publicados en la España “republicana”. (“Republicana” va entre comillas, porque, como escribió el propio Azaña, aquello tenía poco que ver con la Segunda República -aunque esta tampoco hubiera sido precisamente un régimen liberal.)

Más dramático es el caso de los comunistas no estalinistas, como los miembros del POUM, encarcelados en masa, a los que se les quiso montar en Barcelona juicios como los de Moscú de aquellos años, y en particular el de Andrés Nin, secuestrado y desollado vivo por los comunistas cerca de Alcalá de Henares. Tampoco serán ya víctimas, por lo visto, los sindicalistas que sufrieron la brutalidad de esos mismos  comunistas y del Gobierno de Negrín cuando llegó el momento de desmantelar el Consejo de Aragón y reprimir -sin contemplaciones- la revolución anarquista. Ni los brigadistas internacionales no estalinistas, o aquellos a  los que se les cayeron las orejeras estalinistas en algún episodio particularmente sórdido de nuestra muy sórdida Guerra Civil y que acabaron pagando muy caro el chasco y la mentira que se habían creído.

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Así que sólo adquieren categoría de víctima aquellos que fueron objeto de alguna violencia por el bando antirrepublicano, mejor dicho sus descendientes -porque el proyecto de Ley está hecho para el presente, no para quienes sufrieron aquella violencia siniestra, casi todos desaparecidos hace ya años. El resto no merece que se les reconozca el padecimiento de sus familiares, ni siquiera, como hace el proyecto de Ley, simbólicamente. (Porque también sabemos que la única compensación que la nueva Ley concedería, de aprobarse, sería moral: las compensaciones de otro tipo, hasta los 21.600 millones de euros, ya están hechas, como reconocen los fautores del texto. Eso sí, va a haber compensaciones contantes y sonantes para partidos y sindicatos, de aquellos que hicieron la Guerra, es de suponer…)

Esto último indica el grado de disociación mental al que llega la izquierda. La izquierda en general, pero muy particularmente la española, que tiene en esto una tradición bien consolidada y cultivada, que se remonta a 150 años atrás, cuando el fracaso del progresismo, el federalismo y el krausismo en el experimento del Sexenio revolucionario, Primera República incluida, entre 1868 y 1876. Fracaso nunca aceptado por un grupo selecto de adeptos que lograron luego superponer su visión revanchista a la realidad constitucional y liberal que no habían conseguido impedir. (La historia se repite, efectivamente, y no sólo en modo paródico.) Es ese peculiar daltonismo, tal como lo denomina Miguel Ángel Quintana Paz, el que permite a la izquierda no percibir las partes de la realidad que no quiere ver: en este caso, la muerte violenta de sus propios correligionarios por personas que, por ser de izquierdas, dejan de participar en la categoría de victimarios, o de verdugos. Algo parecido a lo que ocurre con los socialistas, que no dudan en rendir pleitesía a los filoetarras como si entre sus filas no hubiera habido víctimas del terror nacionalista. O, peor aún, como si esas víctimas hubieran sido el sacrificio necesario para la instauración de una Ley superior: una ley que encarna el sentido de una Historia que se encamina ineluctablemente a la creación de una España nueva, confederal, de pueblos y naciones libres y emancipados. Y plasmada en parte muy relevante en este proyecto legislativo sobre Memoria Democrática, que por fin los hace desaparecer.

Esa disociación o daltonismo, requiere una explicación psiquiátrica. Se habla mucho del carácter “psicópata” de algunos líderes socialistas, pero es un enfoque demasiado estrecho y anecdótico. El diagnóstico debería ir referido más bien a averiguar si no es esta la naturaleza misma de la izquierda (española), que modela el alma y la mente de sus adeptos al modo de una secta –tan bien descrito por James Lindsey en estas páginas-, que anula la norma moral prevalente en una sociedad. A cambio, los llevaría a interiorizar otra que, como es natural, les exime de cualquier responsabilidad y de cualquier interrogación. Todo lo que no sea “lo nuestro”, es decir, lo que pertenece al canon de comportamiento de la izquierda, es repudiable: por ejemplo, nunca, ni en la Guerra Civil ni más tarde hubo ni habrá nunca víctimas de la izquierda. No son, por tanto, unos cuantos individuos los que tienen la mente configurada de esa forma. El hecho es que ser de izquierdas, en España, instaura en sus adeptos lo que en términos psiquiátricos, se denomina psicopatía. (Ni que decir tiene que hay personas de izquierdas que no participan de ella o que la han dejado atrás, pero lo significativo es que la izquierda no los reconoce como suyos).

Todo esto merece un ensayo largo, que debería constar de una segunda parte en la que se analizaría la otra vertiente de esta cuestión: por qué la derecha española presenta -o ha presentado hasta hace poco tiempo- un cuadro de neurosis tan perfectamente caracterizado y cuáles son las causas históricas de esta realidad. Completarlo todo con la descripción de las relaciones imposibles entre neuróticos y psicópatas proporcionaría algunas claves relevantes, y más de una vez cómicas, para comprender la historia de nuestra democracia.

 

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Jose María Marco

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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