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Nació pobre, negro y la izquierda le odia: Clarence Thomas, Juez del Tribunal Supremo de los USA, católico y provida

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CONSERVADOR, CATÓLICO Y ORIGINALISTA

En la historia reciente de los Estados Unidos hay dos hombres de color (negro), aunque de tonalidades diferentes, que se desprecian sin disimulo. Uno de ellos, un mulato educado por unos abuelos millonarios blancos, que a los diez años ya iba a al mejor colegio de Honolulu y que llegaría ser presidente de los Estados Unidos. El otro, un negro pobre de solemnidad educado por su abuelo analfabeto en una granja del sur profundo de Georgia, que a los diez años vio por primera vez un cuarto de baño y que se llama Clarence Thomas, juez vitalicio de la Corte Suprema. El que nació millonario es, claro, Brack Obama, un progre abortista protestante e hijo de un musulmán. El que nació pobre es un católico provida. Uno de ellos ya sólo es un expresidente. El otro tiene en sus manos una decisión esencial para comenzar a acabar con la cultura de la muerte en los Estados Unidos: triturar la sentencia de Roe contra Wade que ha permitido e incluso ha promovido 65 millones de abortos en los últimos 50 años.

De verdad que no nos equivocamos si escribimos que los demócratas y todo el lobby abortista darían lo que fuera porque a Thomas le diera un repente, un covid, un lo que fuera. Pero Thomas está fuerte, se cuida y sólo tiene 73 años de vida. Y qué vida.

Clarence Thomas nació descendiente de esclavos en Pin Point, un poblacho georgiano fundado por negros cimarrones. Su padre —aquí hay un punto de conexión con Obama— se marchó de casa cuando Thomas tenía sólo tres años. Cuando su madre tocó fondo y tuvo que mendigar —aquí se rompe la conexión con Obama—, decidió mandar a sus hijos a vivir a la granja de sus abuelos maternos cerca de Savannah. Su abuelo materno, Myers Anderson, fue un trabajador incansable («el hombre más grande que he conocido», asegura siempre Thomas, que le dedicó el título de su autobiografía «El hijo de mi abuelo»). El abuelo Myers no sólo le puso a trabajar a destajo en la granja («que el sol nunca te sorprenda en la cama, hijo»), sino que se encargó de que tuviera la educación que él no había podido tener.

Bush miró a Thomas a los ojos y sin apartar la mirada le dijo: «Jamás discutiré tus sentencias». Eran otros tiempos, claro

Thomas fue el único negro del instituto local, alumno de cuadro de honor y hasta sintió la llamada (breve) de la vocación sacerdotal. Cuando constató que la llamada comunicaba, los curas, que suelen apreciar la inteligencia sobre la vocación, lo mandaron al Colegio Universitario de la Santa Cruz en Massachussets, donde se graduó en Lengua Inglesa y desde donde dio el salto a la elitista Facultad de Derecho de la Universidad de Yale.

Cuando salió de Yale, Thomas pensó que se comería el mundo, pero las grandes firmas de abogados despreciaron su título porque pensaban que estaba enmarcado en discriminación positiva a favor de los negros. Así son los efectos reales de la discriminación positiva que ahora se abate como una sombra sobre las mujeres. Thomas se enfadó tanto con la pasividad de la Universidad de Yale y su política de benevolencia con los negros, que recortó un círculo de una cajetilla de tabaco y lo pegó encima del sello de la Universidad en su diploma. Y ahí sigue. Thomas jamás ha vuelto a pisar Yale.

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Lo que sí pisó fue Missouri, donde trabajó tres años a destajo como ayudante del fiscal general, John Danfort, que luego fue elegido senador republicano de los Estados Unidos y que acabó llevándose a Thomas a Washington. Un par de años después, Thomas entró en la Administración Reagan como secretario ayudante de la Oficina de Derechos Civiles y luego como director de la Comisión de Igualdad de Oportunidades. Allí fue conocido por enfrentarse a todo líder negro que se le ponía delante con intención de quejarse de Reagan, lo que no pasó desapercibido para el presidente Bush (George H., el padre) que le nombró juez del Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia.

Thomas fue durísimo con los senadores a los que exigió que terminaran con este «linchamiento al negro»

Dos años (sólo) después, recibió una llamada del presidente para que acudiera a verle («si lo sé, no voy», recordaría después). Thomas se sentó frente a Bush y este le dijo que quería que sustituyera en la Tribunal Supremo al legendario juez negro Thurgood Marshall. Bush le preguntó si creía que estaba en condiciones de pasar («tú y los tuyos») por esa tortura refinada que se llama sistema de ratificación del Senado. Thomas dijo que estaba preparado. No sabía lo que decía. Para concluir la conversación, Bush miró a Clarence Thomas a los ojos y sin apartar la mirada le dijo: «Jamás discutiré tus sentencias». Eran otros tiempos, claro.

El proceso de ratificación fue un infierno que Thomas sobrellevó en parte gracias a su renovada fe católica. Los demócratas del Senado, los grupos feministas y los republicanos, ay, moderados de las grandes ciudades del Este se lanzaron al cuello de Thomas. Había que acabar con aquel tipo tan joven (43 años), tan negro, tan expobre y tan católico que suponía un voto estable conservador. En aquel ruido de puñales por la espalda, una voz se alzó con una acusación terrible: acoso sexual. Anita Hill, una ayudante (negra) de Thomas en sus tiempos en la Comisión de Igualdad, aseguraba que su exjefe mantuvo varias conversaciones con ella acerca de sus hazañas sexuales, de su afición a las películas porno, su admiración por el actor Long Dong Silver (Largo Badajo de Plata) y sus chistes seudoprocaces como preguntar en voz alta «quién ha puesto vello púbico en mi coca-cola».

Thomas es originalista e intepreta la Carta Magna no por lo que alguien dice que dice, sino por lo que los padres de la Constitución quisieron que dijera

El FBI consideró el testimonio de la señorita Hill inconsistente y la Comisión que despellejaba a Thomas hizo caso en principio a los federales y no la llamó a declarar. Sin embargo, alguien filtró las acusaciones y los grupos feministas amenazaron con cortar en juliana a los senadores. Al final, la Comisión se arrugó, Hill compareció y se ratificó en lo declarado, pero no pudo aclarar por qué siguió trabajando con él durante años, incluso proponiéndose a sí misma para seguir a Thomas a otros puestos («Esa misma pregunta me hago yo», balbuceó). En su intervención ante el Comité, Thomas fue durísimo con los senadores a los que exigió que terminaran con este «linchamiento al negro». Fue ratificado como juez de la Corte Suprema por solo cuatro votos de diferencia. Años después, aseguraría que todo aquello sólo tenía que ver con una cosa: con el aborto.

Tenía toda la razón. Treinta años después, ha quedado demostrado.

Y sí. Clarence Thomas es católico consecuente, no como Biden, y es provida, pero eso no es un argumento jurídico para él. En público es un juez del Tribunal Supremo que defiende una interpretación de la Constitución basada en el originalismo, que significa que la Carta Magna nunca —jamás— debe ser leída por lo que alguien dice que dice, sino por lo que los padres de la Constitución quisieron que dijera. Para eso, el juez debe conocer en profundidad el contexto histórico en el que se tomó la decisión de redactar tal o cual enmienda. Un ejemplo a vuelapluma sería pensar en un mandato constitucional que prohibiera ejecutar a una persona escalfándola. Un juez literalista sentenciaría que ajusticiar a una persona metiéndola en agua hirviendo es inconstitucional, pero no así el resto de los tipos de ejecución. Un juez originalista, como Thomas, sabría que el método preferido de linchamiento en aquella época era el de hervir a una persona hasta la muerte, por lo que prohibiría ajusticiar a una persona torturándola con cualquier sistema.

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Cuando Clarence Thomas abre los ojos después de una larga meditación y se pone a hablar, el resto de los jueces del Supremo no se atreve a rechistar

Un juez originalista que deja hablar a los padres de la Constitución es siempre un peligro para un presidente… demócrata. Las penúltimas administraciones demócratas (Clinton y Obama) han defendido la interpretación de la Constitución al albur de los intereses -cambiantes- de Washington. Para un originalista, la Carta Magna da al Gobierno unos poderes limitadísimos, sólo suficientes para regular la marcha económica de la nación. El resto es una cuestión de la soberanía de cada Estado. El aborto, para un originalista como Thomas, no es una cuestión federal y por ahí van los tiros de la filtración interesada —por primera vez en la historia se filtra una deliberación del Supremo— de la esperadísima sentencia que ojalá destroce Roe contra Wade y devuelva la decisión sobre la legalidad del aborto a los Estados de la Unión.

¿Y el derecho a llevar armas? Menos. En una sentencia en 1993, Thomas destruyó con un voto particular y concurrente la posibilidad de que se acabara con el asunto del control de armas (el juez cree que la Constitución protege un derecho individual) ¿Y la discriminación positiva? Tampoco. Thomas, acuérdense de lo de Yale, es el peor enemigo de las juntas de admisión de la universidades porque opina que tres enmiendas añadidas tras la Guerra Civil anulan cualquier tipo de preferencia por razones raciales.

El lector alertado pensará que Thomas sólo es uno de nueve jueces. Pero no es así. Es el mejor. Obama, por cierto, disparó con bala en una de las primeras entrevistas que concedió tras ser elegido presidente cuando aseguró que la elección de Thomas «no había sido afortunada», porque «no tenía la formación adecuada». El juez se la devolvió haciéndose el dormido en las fotos de la toma de posesión del primer presidente mulato de la historia de los Estados Unidos. 

Su ascendiente es tremendo entre el resto de los jueces del Supremo por lo fundamentados de sus votos (concurrentes o discrepantes) y porque calla más de lo que habla. En un país con una vocación de protagonismo en la Judicatura sólo comparable a la ciertos despachos de la Audiencia Nacional española, Clarence Thomas es rara avis. Es un tipo silencioso que no suele hacer ni una sola pregunta en las vistas y que en sus comparecencias públicas (en cualquier universidad que no sea Yale) se dedica a urdir maneras de encajar a su abuelo en sus inspiradoras respuestas («siempre hay un mañana», «mi abuelo jamás se quejó», «mírenme a mí»).

Para Thomas, la felicidad absoluta consiste en conducir su autocaravana junto a su segunda mujer, la activista republicana Virginia (Ginni) Lamp

Todos sus enemigos, y tiene muchos, coinciden en que cuando Clarence Thomas abre los ojos después de una larga meditación y se pone a hablar, el resto de los jueces del Supremo no se atreve a rechistar. Ni siquiera lo hacía el fallecido y ya legendario Antonin Scalia, católico también, pero mucho más favorable a la presencia del Gobierno en la vida de los americanos. Scalia, se dice, se cuenta, jamás se atrevió a discutir con Thomas. Ambos reservaban sus combates para los votos particulares, donde se atizaban con la grandísima elegancia que Scalia no tenía con el resto de los jueces. Algunos creen que Scalia le tenía miedo, sin saber que era una cuestión de educación. Thomas siempre exige buenos modales a cualquiera que desee debatir con él, y está probado que sentencia sin importar su pensamiento privado sobre una u otra cuestión.

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Porque para Thomas, lo esencial de su pensamiento es que la Constitución dice que el Gobierno no tiene derecho alguno a meterse en la vida de los ciudadanos. Punto.

Thomas confiesa que la felicidad absoluta consiste en conducir su autocaravana por las carreteras de los Estados Unidos junto a su segunda mujer, Virginia (Ginni) Lamp, activista republicana, una mujer blanca de buena familia de Nebraska. Para el juez, Ginni lo es todo. Una persona con la que comparte gustos, aficiones y pensamiento… Quizá demasiado, como lo prueba el hecho de que, en 2011, 74 senadores demócratas escribieron una carta al juez Thomas a principios de siglo animándole a dimitir al estar «su honor en entredicho» por estar casado con una de las principales abogadas de aquel movimiento conocido como Tea Party, precursor de la llegada de Donald Trump a la Presidencia. Ginni es, además, exmiembro de la formidable Fundación Heritage, el grupo más importante de pensamiento conservador que sirvió con lealtad a Bush e intentó ordenar el caos en la Administración Trump. Y además es la creadora del lobby Liberty, especialista en esfuerzos de presión política y de recaudación de fondos electorales. La posición de Ginni Thomas, de soltera Lamp, sobre la limpieza de las elecciones que llevaron a Biden a la Presidencia, es manifiesta: no fueron limpias.

En principio algún crítico podría pensar que hay un conflicto de intereses entre el juez por su cercanía de colchón a las posiciones activistas conservadoras, pero la trayectoria del juez, el hijo de su honrado abuelo, es impecable también en esto.

Thomas se ha recusado a sí mismo 32 veces desde que llegó a la Corte Suprema. Si no lo hace ahora, es porque en su pensamiento no hay conflicto de intereses y su honor no está en entredicho. Y punto de nuevo.

 

Jose Antonio Fuster

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Opinión

Hipótesis sobre los resultados de las elecciones catalanas. Por Ernesto Milá

Ernesto Milá

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No está muy claro cuál va a ser la repercusión de las elecciones catalanas, ni siquiera los resultados. Se ignora, por el momento, el efecto que pueden tener medidas como la amnistía, los casos de corrupción y cómo reaccionará el electorado nacionalista. Ni siquiera en la derecha están claros los resultados. Todo empezará a verse más claro cuando se sepa el resultado de las elecciones vascas (que albergan menos incertidumbres) y cuando se deshinchen los globos mediáticos sobre el “Caso PSOE” y la respuesta socialista activando el ventilador de la corrupción (esto es, cuando se vayan conociendo los alcances jurídicos y penales de ambos casos). Al mismo tiempo, ni siquiera están claros algunos candidatos que se presentarán (empezando por Puigdemont), ni mucho menos son creíbles los sondeos publicados. Así pues, vamos a intentar contemplar distintas hipótesis.

ILLA: ¿SUBIRÁ O BAJARÁ? YA NADA DEPENDE DE ÉL NI DE SU CAMPAÑA

En nuestra opinión Illa es un candidato “tocado” por sus propios errores durante la pandemia (él mismo dijo que al ser nombrado “ministro de sanidad”, no tenía ni idea de sanidad y nadie esperaba que se produjera la llamada “pandemia”) que no afectan solamente al manejo alegre de fondos del ministerio que se perdieron en mascarillas inservibles, tests igualmente falsos y material caro, malo y que se destruyó sin exigir devoluciones. Lo peor no es esto: esto sería, en el peor de los casos, incapacidad para gestionar un ministerio (algo previsible en un tipo que carecía por completo de experiencia en gestión y cuyo modesto título de “licenciado en filosofía” no le ayudaba en nada). Lo peor es que durante la gestión de Illa murió gente. Entonces, cuando el miedo atenazaba a la sociedad española, estábamos poco dispuestos a creer que la mayoría de las muertes se debían a la “mala praxis médica” recomendada por la Organización Mundial de la Salud, pero, desde entonces, las voces que ya lo advirtieron en aquel momento, se han convertido en un clamor. Y no, no somos negacionistas: existió pandemia y existió el virus… pero el mayor crimen fue recomendar unos protocolos que, en lugar de erradicar el virus cuando aún se podía, tendían a “hundirlo” en los pulmones de donde ya era imposible erradicarlo. Esa es la tesis que cada día gana más fuerza y que, en su momento, pocos médicos se atrevieron a denunciar.

Aquella mala gestión, presentada por Sánchez como un “gran éxito”, fue suficiente para desplazar a Illa al frente del PSC catalán en donde sigue. Ahora queda saber, si en los dos meses y medio que quedan hasta las elecciones, surgirán nuevas informaciones, tanto sobre el descontrol que existía en el ministerio de sanidad durante su gestión, como el error de aplicar protocolos contraproducentes en el trato de la enfermedad. El futuro de Illa dependerá, en gran medida, de esto, pero, además se le junta otro problema.

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EL PRECIO DE LA AMNISTÍA QUE PAGARÁN LOS SOCIALISTAS

El electorado socialista que permanezca fiel al PSC deberá de aceptar la versión oficial pedrosanchista sobre la oportunidad de conceder la amnistía: que se trató de una medida para poner el contador a cero, limpiar los errores del pasado, perdonar delitos de todo tipo a cambio de garantizar la convivencia. Pero este razonamiento es débil por dos motivos: el primero de todos, que el contador no está a cero. En realidad, los independentistas, ahora, están más fuertes que antes: consideran que no hicieron nada ilegal y, han repetido, por activo y por pasiva, que volverían a hacerlo. Así pues, los propios independentistas se encargan de desmentir y desmontar el razonamiento de quien les ha indultado. El segundo motivo es que resulta demasiado evidente que Sánchez sigue en el poder gracias a los 7 votos de Junts y que los ha obtenido para alcanzar una escuálida mayoría, obteniendo a cambio, solamente, la seguridad de mantenerse unos meses más en el poder.

La maniobra ha sido urdida por Sánchez, pero su virrey en Cataluña es el que tendrá que dar la cara ante su electorado. La duda es si una cuarta parte de los votos que obtuvo el PSC en las elecciones generales, seguirá pensando que el PSC era el muro más seguro contra el independentismo, seguirá fiel a la sigla o se habrá convencido de que el PSC no solamente no es el “muro”, sino que es el ariete: esto es, el muñeco que, manejado por el independentismo, consigue abatir, mucho mejor que ellos mismos, las resistencias de la unidad del Estado. Porque esto es lo que viene produciéndose desde Pascual Maragall, el hombre, con el cerebro ya desbaratado por la enfermedad, que se obstinó en la reforma del Estatuto (cuando no existía demanda social alguna), pacto con ERC y dio origen al problema que actualmente sigue vivo (y no lo estaba a principios del milenio, salvo en minorías juveniles muy radicalizadas).

LO IMPORTANTE ES QUIEN SUPERARÁ A QUIEN: ERC A JUNTS O VICEVERSA

El espacio independentista es, literalmente, caótico: ni siquiera dentro de las dos grandes formaciones (ERC y Junts) se está de acuerdo en lo que se pretende y mucho menos en cómo conseguirlo. Una nebulosa se percibe en ambos partidos en sus propuestas. Agitan todavía el tema de la independencia, pero da la sensación de que lo único que les interesa es liquidar el asunto, consiguiendo un “referéndum de autodeterminación” (“no vinculante” para unos y “vinculante” para otros). A diferencia de en 2007, los más lúcidos, dan por sentado que ese referéndum daría un resultado negativo… pero, al menos, podrán ´decir a su electorado, “lo hemos intentado”. Pocos son -pocos de los que tienen neuronas y las utilizan- los que piensan que la independencia de Cataluña es posible en las actuales circunstancias. El fracaso del “procés”, les ha hecho meditar… aunque no tengan el valor de afirmarlo públicamente, porque, como se sabe, el fin de un partido nacionalista/independentista es la independencia y, si esta no se puede conseguir, ¿para qué existe la sigla?

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No vamos a presenciar un debate entre dos programas políticos realistas, sino entre un programa “posibilista” (el de ERC) que quiere seguir detentando las riendas de la gencat, y un programa “agresivo” (el de Junts) que quiere restituir en la presidencia a Puigdemont. Los dos se declaran “indepes” y quieren convencer a su electorado de que lo siguen siendo, pero, en realidad, los dos, lo que quieren es tener las más amplias parcelas de poder para alimentar a sus cuadros. Eso es todo. La duda de si se producirá el sorpasso de Junts a ERC o si ERC mantendrá la hegemonía en el jardín indepe, es lo único que está en juego. ¿Referéndum? Ambos partidos han llegado a la conclusión de que lo mejor es… “jugar y perder”.

 

LAS FUERZAS NO INDEPENDENTISTAS

Teniendo en cuenta que el PSC juega la carta del equívoco desde la misma fusión de las distintas ramas del socialismo catalán en la transición, y su postura “federalista” es tan inviable como la “independentista”, el electorado que todavía conserva cierto sentido de la realidad nacional e internacional, está ubicado fuera de los márgenes del ambiguo socialismo catalán. En efecto, nos estamos refiriendo al PP, a Vox y a los restos de Ciudadanos. El electorado no independentista y “españolista” o “estatalista”, desearía que estas formaciones se presentaran bajo una misma etiqueta. De hecho, la lógica política implica que así debiera ser y que el poder de atracción de un polo así concebido sería el tercer actor político en Cataluña (tras el bloque independentista y tras el PSC). ¿O hay que recordar que Ciutadans, fue el partido más votado en las elecciones regionales de 2017? Y su programa se reducía a un solo punto: “no al nacionalismo – no al independentismo”.

Por otra parte, la derecha no ha extraído conclusiones de su derrota en las elecciones generales de 2023 que se debió a presentarse dividida en dos opciones, lo que permitió que se perdieran “restos” en beneficio del PSOE y en aplicación de la Ley d’Hondt. Cada uno de los dos partidos cree que podrá quedar “por delante” del otro en Cataluña. Pero, lo que está demasiado claro, es que la división de las fuerzas “estatalistas” seguirá siendo el factor que las suma en la irrelevancia en la política regional.

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Si el PP queda por delante de Vox, su dirección podrá alardear de “éxito electoral” (lo más probable es que aumente el número de votos, lo que no está tan claro es de dónde procederán esos votos, si de Vox o de sectores decepcionados con el PSC) y reforzar el previsible avance que obtenga en las elecciones vascas, en donde las últimas encuestas dan una pérdida notable de votos al PSOE (en beneficio, por una parte, de Bildu y, por otra, del PP). Para Vox, quedar por delante del PP supondría mantenerse como una opción tentadora para los votantes de este último partido que cada vez más quieren posiciones más claras y menos contemporizadoras.

De todas formas, el gran error y lo que limitará las posibilidades y los resultados “estatalistas” es su persistencia en desconocer que solamente un “programa único” podría llevarlos a competir con los dos otros bloques de la política catalana.

LO QUE SERÍA DESEABLE PARA EL ESTADO

Cataluña es la única reserva importante de votos que le queda a Pedro Sánchez. Sean cuales sean sus resultados en el País Vasco, aquella comunidad no puede aportar numéricamente gran cosa al PSOE. Si Sánchez consigue detener la sangría de votos socialistas catalanes, corre el riesgo de estabilizar su situación (hoy extremadamente precaria). Pero, para eso, haría falta que Illa obtuviera un buen resultado y que esto le permitiera entrar en el gobierno de la gencat, junto a ERC (en caso de que este último, como es seguro, no obtuviera una mayoría suficiente para gobernar en solitario).

Desde el punto de vista del “interés nacional” y de la “gobernabilidad del Estado”, una derrota socialista en Cataluña o, al menos, un descenso significativo de votos (al que se uniría en apenas un mes, una derrota previsible y sin paliativos de toda la izquierda europea en las elecciones de la Unión Europea), es deseable, necesaria y supondría otro golpe de piqueta para la existencia de la sigla “PSOE”.

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Desde que se inició el “procés”, siempre hemos sostenido que la independencia de Cataluña era completamente imposible, además de inviable. Cada vez estamos más convencidos de esta afirmación. La situación catalana está tan degradada, especialmente en materia de orden público y seguridad ciudadana que, aunque la temática no ocupa el primer plano en los programas de los partidos, está ahí para quien verla: un tercio de la población catalana ha nacido fuera de España o son hijos de extranjeros; ya existen zonas en Cataluña en donde la policía ha sido expulsada y diariamente se repiten incidentes cuando la policía entra en barrios de Salou, de Tarrasa o incluso en zonas de la propia Ciudad Condal, las prisiones catalanas están descontroladas (el asesinato de una cocinera y las protestas de los funcionarios han exteriorizado la situación de control que ejercen los presos procedentes del Magreb), Barcelona ya es considerada como una de las ciudades más peligrosas del mundo… Y todo esto con la policía nacional y la Guardia Civil, literalmente expulsadas del territorio catalán y con una policía autonómica desbordada y sin posibilidades de combatir a la delincuencia. A esto se suman los problemas de desindustrialización, gentrificación, la concentración de la mitad de la población catalana en torno a la ciudad de Barcelona, con un campo abandonado a su suerte y un gobierno de la gencat, consciente de todos estos problemas, pero ansioso de comprar la paz étnico-social mediante subsidios y seguir creyendo que con un certificado de catalán, los casi dos millones de inmigrantes e hijos de inmigrantes ya están integrados.

Sin olvidar que Cataluña tiene la tasa de natalidad más baja de todo el Estado (y el Estado Español una de las más bajas de todo el mundo)… ¿Quién iba a decir que después de 45 años de “Generalitat de Catalunya” la propia identidad catalana estaría en trance de desaparecer? Por que ese es el problema real y de fondo al que se enfrenta la sociedad catalana. Por mucho que se empeñe la gencat en llamar al engendro creado “Cataluña multicultural”, lo cierto es que, si es “multicultural” no es “catalana”. Ni siquiera europea. Por eso, siempre hemos sostenido que una Cataluña independiente tendría muchas más posibilidades de integrarse en la Liga Árabe que en la UE… Lo dijimos y lo mantenemos.

 

Ernesto Milá.

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